lunes, 18 de abril de 2011

CÓMO DETECTAR MENTIRAS: MANUAL PRÁCTICO

He descrito indicios de conducta que pueden autodelatar información ocultada, indicar que el sujeto no ha preparado bien su estrategia o traicionar una emoción que no se ajusta a ésta.
Los deslices verbales, los deslices emblemáticos y las pero ratas enardecidas pueden dejar traslucir información ocultada de cualquier índole: emociones, acontecimientos del pasado, planes o intenciones, fantasías, ideas actuales, etc.
El lenguaje evasivo y los circunloquios, las pausas, las repeticiones de palabras o fragmentos de palabras y otros errores cometido al hablar, así como la disminución en la cantidad de ilustraciones, pueden señalar que el hablante no pone mucho cuidado en lo que dice, por no haberse preparado de antemano. Son signos de la presencia de alguna emoción negativa. Las ilustraciones menguan también con el aburrimiento.
El tono más agudo de la voz, así como el mayor volumen y velocidad del habla, acompañan al temor, la rabia y quizás a la excitación o entusiasmo. Se producen las alteraciones opuestas con la triste a y tal vez con el sentimiento de culpa.
Los cambios notorios en la respiración o el sudor, el hecho de tragarse con frecuencia o de tener la boca muy seca, son signos de emociones intensas, y es posible que en el futuro se pueda averiguar, a partir de la pauta correspondiente a estas alteraciones, a qué emoción pertenecen.
El rostro puede constituir una fuente de información valiosa para el cazador de mentiras, porque es capaz de mentir y decir la verdad, y a menudo hace ambas cosas al mismo tiempo. El rostro suele contener un doble mensaje: por un lado, lo que el mentiroso quiere mostrar; por el otro, lo que quiere ocultar. Ciertas expresiones faciales están al servicio de la mentira, proporcionando información que no es veraz, pero otras la traicionan porque tienen aspecto de falsas y los sentimientos se filtran pese al deseo de ocultarlos. En un momento dado, habrá una expresión falsa pero convincente, que al momento siguiente será sucedida por expresiones ocultadas que se autodelatan. Hasta es posible que lo genuino y lo falso aparezcan, en distintas partes del rostro, dentro de una expresión combinada única. Creo que el motivo de que la mayoría de la gente sea incapaz de detectar mentiras en el rostro de los demás se debe a que no sabe cómo discriminar lo genuino de lo falso.
Las expresiones auténticamente sentidas de una emoción tienen lugar a raíz de que las acciones faciales pueden producirse de forma involuntaria, sin pensarlo ni proponérselo; las falsas, a raíz de que existe un control voluntario del semblante que le permite a la gente coartar lo auténtico y presumir lo falso. La cara es un sistema dual en el que aparecen expresiones elegidas deliberadamente y otras que surgen de forma espontánea, a veces sin que la persona se dé cuenta siquiera. Entre lo voluntario y lo involuntario hay un territorio intermedio ocupado por expresiones aprendidas en el pasado pero que han llegado a operar automáticamente, sin ser elegidas cada vez o incluso a pesar de cualquier elección, y en el caso típico sin que se tenga conciencia de ello. Ejemplos de esto son los manierismos faciales y los hábitos inveterados que indican cómo manejar ciertas facciones (por ejemplo, los hábitos que impiden mostrar enojo delante de las figuras de autoridad). Aquí me interesan, sin embargo, las expresiones falsas voluntarias y deliberadas, que se muestran como parte de un esfuerzo por desorientar al otro, y las expresiones emocionales espontáneas e involuntarias que de vez en cuando delatan los sentimientos del mentiroso pese a su afán de ocultarlas.
Pero, como he dicho, el rostro no es puramente un sistema de señales emocionales involuntarias. Ya en los primeros años de vida los niños aprenden a controlar alguna de sus expresiones faciales, ocultando así sus verdaderos sentimientos y fingiendo otros falsos. Los padres se lo enseñan con el ejemplo y, más directamente, con frases del tipo de: “No pongas esa cara de enfadado”; “¿No sonríes a tu tía que te ha traído un regalo?”; “¿qué te pasa que tienes esa cara de aburrimiento?”. 
A medida que crecen, las personas aprenden tan bien las reglas de exhibición que éstas se convierten en hábitos muy arraigados. Después de un tiempo, muchas de esas reglas destinadas al control de la expresión emocional llegan a operar de manera automática, modulando las expresiones sin necesidad de elegirlas o incluso sin percatarse de ellas. Aunque un individuo sea consciente de sus reglas de exhibición, no siempre le es posible —y por cierto nunca le es fácil— detener su funcionamiento. Una vez que se implanta un hábito, y opera automáticamente sin necesidad de tomar conciencia de él, es muy difícil anularlo. Creo que posiblemente los hábitos que más cuesta desarraigar son los vinculados al control de las emociones, o sea, las reglas de exhibición.
Son estas reglas, algunas de las cuales varían de una cultura a otra, las que provocan en los viajeros la impresión de que las expresiones faciales no son universales. He notado que los japoneses, al serles proyectadas películas cinematográficas que les despertaban diversas emociones, no las expresaban de manera distinta a los norteamericanos si estaban a solas; en cambio, si había otra persona presente mientras veían la película (y en particular si era una persona dotada de autoridad), se atenían, en medida mucho mayor que los norteamericanos, a reglas de exhibición que los llevaban a enmascarar toda expresión de emociones negativas con una sonrisa diplomática.
Además de estos mecanismos de control habitual automático de las expresiones faciales, las personas pueden elegir de forma deliberada y a conciencia (y a menudo lo hacen) censurar la expresión de sus sentimientos auténticos o falsear la de una emoción que no sienten. La mayoría tiene éxito en algunos de sus engaños faciales. Todos podemos recordar, sin duda, alguna vez que nos desorientó completamente la expresión de alguien, aunque también casi todos hemos tenido la experiencia opuesta, a saber, la de darnos cuenta de que lo que estaba diciendo alguien era falso tan sólo por la mirada que tenía en ese momento. ¿Qué pareja no recordará un caso en que uno de ellos vio en la cara del otro una emoción (por lo general, ira o temor) de la que el otro no tenía conciencia, y aun negaba sentir? La mayoría de la gente se cree capaz de detectar las expresiones falsas; nuestra investigación ha demostrado que la mayoría no lo es.
Hay miles de expresiones faciales diferentes. Muchas no tienen relación con ninguna emoción. Un gran número de ellas son, como señales de la conversación; al igual que las ilustraciones mediante movimientos corporales, estas señales sirven para destacar ciertos aspectos del discurso o incluso como signos sintácticos (por ejemplo, como signos de interrogación o de exclamación faciales). También existen algunos emblemas faciales: el guiño, las cejas alzadas —párpado superior fláccido— labios cerrados en forma de U invertida como señal de ignorancia equivalente a encogerse de hombros, el escepticismo evidenciado en una sola ceja alzada... para nombrar sólo unos pocos. También existen manipulaciones faciales: morderse el labio, o chupárselo, o secárselo con la punta de la lengua, inflar los carrillos Están, en fin, las expresiones emocionales propiamente dichas, verdaderas y falsas.
No hay una expresión única para cada emoción sino decenas de expresiones, y en algunos casos centenares. Cada emoción cuenta con una familia de expresiones visiblemente distintas una de otra. Y esto no debe sorprender: a cada una no le corresponde un solo sentimiento o experiencia, sino toda una familia. Considérese el caso de la familia de las experiencias de ira; ésta puede variar en los siguientes aspectos
intensidad, desde el fastidio hasta la furia;
grado de control, desde la ira explosiva hasta el enfado;
tiempo de arranque, desde la irascibilidad de quienes pierden la calma en un instante, hasta los que arden a fuego lento;
tiempo de descarga, desde la descarga inmediata hasta la descarga prolongada;
temperatura, de caliente a fría;
autenticidad, desde la cólera real hasta el enojo fingido que muestra un padre arrobado ante las encantadoras travesuras de su hijo.
La familia de la ira crecería más aún si se incluyesen las fusiones entre ella y otras emociones —por ejemplo, la ira gozosa, la culpable, la puritana, la desdeñosa—.
Las microexpresiones son expresiones emocionales que abarcan todo el rostro y duran apenas una fracción de lo que duraría la misma expresión en condiciones normales, como si se la hubiese comprimido en el tiempo; son tan veloces que por lo general no se las ve.
Tanto las microexpresiones como las expresiones abortadas están sujetas a los dos inconvenientes que dificultan la interpretación de la mayoría de los indicios del engaño. Recordemos, de la sección anterior, el riesgo de Brokaw, en el cual el cazador de mentiras no tiene en cuenta las diferencias individuales en la expresión emocional. Dado que no todos los que ocultan emociones van a presentar una microexpresión o una expresión abortada, su ausencia no es indicio de verdad. Hay diferencias individuales en el control de la expresión, y algunos individuos —los que he llamado “mentirosos naturales”— la dominan a la perfección. El segundo inconveniente es el que he llamado el error de Otelo: no advertir que ciertas personas veraces se ponen nerviosas o emotivas cuando alguien sospecha que mienten. Para evitarlo, el cazador de mentiras debe entender que aunque alguien manifieste una microexpresión o una expresión abortada, ello no basta para asegurar que miente. Casi cualquiera de las emociones delatadas por éstas puede sentirlas también un inocente que no quiere que se sepa que tiene dichos sentimientos. Una persona inocente tal vez tenga miedo de que no le crean, o sienta culpa por alguna otra cosa, o enojo o fuerte disgusto por una acusación injusta, o le encante la posibilidad que se le ofrece de demostrar que su acusador está equivocado o esté sorprendida por los cargos que se le hacen, etc. Si esta persona desea ocultar uno de estos sentimientos, podría producirse una microexpresión o una expresión abortada. En el próximo capítulo nos ocuparemos de estos problemas de interpretación de las “micros” y de las expresiones abortadas.
Sentimos tanto rechazo hacia las mentiras que parecería un error de mi parte llamar “mentiroso” a una persona respetable; pero como ya expliqué, no utilizo este término con sentido peyorativo, y como explicaré más adelante, creo que algunos mentirosos tienen la razón moral de su parte.
En ocasiones, con gente que no era capaz de representar los movimientos solicitados, yo les pedía que utilizasen la técnica de Stanislavski, reviviendo sentimientos tristes o de temor; a menudo aparecían entonces esas acciones faciales que no lograban realizar cuando se lo proponían. También un mentiroso puede conocer y emplear la técnica de Stanislavski, cuyo caso no habría signos de una ejecución falsa, ya que en cierto sentido no lo sería. En la emoción falsa del mentiroso aparecerían movilizados los músculos faciales fidedignos porque, en efecto, él estaría experimentando de hecho tal emoción. Cuando los sentimientos se recrean merced a la técnica de Stanislavski, la línea demarcatoria entre lo falso y lo verdadero se desdibuja. Peor aún es el caso del mentiroso que logra engañarse a sí mismo llegando a pensar que su mentira es verdad. Estos mentirosos son indetectables. Sólo es posible atrapar a los mentirosos que, cuando mienten, saben que mienten.
Hasta ahora he descrito tres modos en que pueden autodelatarse los sentimientos ocultos: las microexpresiones; lo que puede verse antes de un movimiento abortado; y lo que queda presente en el rostro después de haber fracasado en el esfuerzo por inhibir la acción de los músculos faciales fidedignos. Mucha gente cree en una cuarta fuente transmisora de sentimientos ocultos: los ojos. Se dicen que son “el espejo del alma” y que pueden revelar los sentimientos genuinos más íntimos. La antropóloga Margaret Mead citó a un profesor soviético que discrepaba con esta opinión general: “Antes de la revolución solíamos decir que los ojos eran el espejo del alma. Pero ellos pueden mentir... ¡y cómo! Con los ojos usted puede expresar la más devota atención sin que, en realidad, esté prestando ninguna. Puede expresar serenidad o sorpresa”. Esta divergencia en cuanto a la fidelidad de los ojos puede resolverse discriminando cinco fuentes de información en ellos. Sólo tres de las cuales, como veremos, suministran autodelaciones o indicios del engaño.
En primer lugar están las variaciones en el aspecto que presenta el ojo producidas por los músculos que rodean el globo ocular. Estos músculos modifican la forma de los párpados, la cantidad del blanco del ojo y del iris que se ve, y la impresión general que se obtiene al mirar la zona de los ojos. pero como ya dijimos, la acción de estos músculos no ofrece indicios fidedignos del engaño, ya que es relativamente sencillo mover los de forma voluntaria e inhibir su acción. No es mucho lo que se delatará, salvo como parte de una microexpresión o de una expresión abortada.
La segunda fuente de información ocular es la dirección de la mirada. La mirada se aparta en una serie de emociones: baja con la tristeza, baja o mira a lo lejos con la vergüenza o la culpa, y mira a lo lejos con la repulsión. No obstante, es probable que un mentiroso, por culpable que se sienta, no aparte la vista demasiado, ya que los mentirosos saben perfectamente que todo el mundo confía en detectarlos de esta manera. El profesor soviético citado por Margaret Mead comentaba lo sencillo que es controlar la dirección de la propia mirada. Sorprendentemente, la gente sigue siendo engañada por mentirosos lo bastante hábiles como para no desviar la vista: “Una de las cosas que llevaron a Patricia Gardner a sentirse atraída por Giovanni Vigliotto, el hombre que llegó a casarse tal vez con un centenar de mujeres, fue ese ‘rasgo de sinceridad’ consistente en mirarla directamente a los ojos, según declaró ella ayer en su testimonio [en el proceso que le inició a Vigliotto por bigamia]”.
La tercera, cuarta y quinta fuentes de información de la zona de los ojos son más prometedoras como signos de autodelación o indicios del engaño. El parpadeo puede ser voluntario, pero también se produce como una reacción involuntaria, que aumenta cuando el sujeto siente una emoción. Asimismo, en un individuo emocionado se dilatan las pupilas, aunque no existe una vía que permita optar por esta variante voluntariamente. La dilatación de la pupila es producida por el sistema nervioso autónomo, el mismo que da lugar a las alteraciones en la salivación, la respiración y el sudor ya mencionadas, así como a otros cambios faciales que se mencionarán luego. Si bien un parpadeo más intenso y la dilatación de las pupilas indican que el individuo está movido emocionalmente, no revelan de qué emoción se trata. Pueden ser signos de excitación entusiasta, rabia o temor. Sólo son autodelatores válidos cuando la manifestación de una emoción cualquiera trasluciría que alguien miente, y el cazador de mentiras puede desechar la posibilidad de estar ante el temor de un inocente a ser juzgado erróneamente.
Las lágrimas, que son la quinta y última fuente de información de la zona ocular, también son producidas por el sistema nervioso autónomo; pero ellas sólo son signos de algunas emociones, no de todas. Se presentan cuando hay tristeza, desazón, alivio, ciertas formas de goce y risa incontrolada.
Pueden delatar tristeza o desazón si los demás signos permanecen ocultos, aunque mi presunción es que en tal caso también las cejas mostrarían la emoción y el individuo, una vez que le aflorasen las lágrimas, rápidamente reconocería cuál es el sentimiento que está ocultando. Las lágrimas de risa no se filtrarán si la risa misma ha sido sofocada.
El SNA provoca otros cambios visibles en el rostro: el rubor, el empalidecimiento y el sudor, todos los cuales son difíciles de ocultar, como sucede con los demás cambios corporales y faciales que provienen del SNA. No se sabe con certeza si el sudor, lo mismo que el aumento del parpadeo y la dilatación de las pupilas, es un signo de que se ha despertado una emoción cual quiera, o en lugar de ello es específico de una o dos emociones,
Sobre el rubor y el empalidecimiento poco y nada se sabe. Se supone que el rubor es un signo de turbación o de embarazo, que también se presenta cuando hay vergüenza y quizá culpa. Se dice que es más corriente en las mujeres que en los hombres, aunque se ignora por qué. El rubor podría delatar que el mentiroso se siente turbado o avergonzado por lo que oculta, o podría ocurrir que ocultase la turbación misma. El rostro también se pone rojo de rabia, y nadie sabría distinguir este enrojecimiento del rubor propiamente dicho; presumible- mente, ambos implican la dilatación de los vasos sanguíneos periféricos de la piel, pero el enrojecimiento de la ira y el rubor de la cohibición o la vergüenza podrían ser distintos ya sea en intensidad, zonas del rostro afectadas o duración. Mi presunción es que la cara enrojece de ira sólo cuando ésta ha quedado fuera de control, o cuando el sujeto trata de controlar una rabia que está a punto de explotar. En tal caso, habitualmente habrá en el rostro o la voz otras pruebas de la ira, y el cazador de mentiras no tendrá que confiar en la coloración de la cara para discernir esta emoción. Si la ira está más controlada, el rostro puede empalidecer o ponerse blanco, como también ocurre cuando se siente miedo. El empalidecimiento puede aparecer incluso cuando la mímica de esta emoción ha sido perfectamente disimulada. Curiosamente, muy poco se han estudiado las lágrimas, el rubor, el enrojecimiento o el empalidecimiento respecto de la expresión u ocultamiento de determinadas emociones. 

MENTIRAS Y EXPRESIONES FACIALES
Un cazador de mentiras no debe confiar jamás en un solo indicio del engaño; puede haber muchos. Los indicios faciales deben ser corroborados por los que proceden de las palabras, la voz y el resto del cuerpo. Aun dentro del rostro mismo, no debería interpretarse ningún indicio si éste no se repite y, mejor aun, si no es confirmado por otro indicio facial.
Antes vimos las tres fuentes de la autodelación o vías por las cuales el rostro traiciona los sentimientos ocultos: los músculos faciales fidedignos, los ojos, y las alteraciones en el semblante derivadas de la acción del SNA. La asimetría forma parte de otro grupo de tres indicios, que no delatan lo que se está ocultando pero sí ofrecen pistas acerca de que la expresión utilizada es falsa. De este grupo forman parte los datos relativos al tiempo de ejecución.
El tiempo incluye la duración total de una expresión facial, así como lo que tarda en aparecer (tiempo de arranque) y en desaparecer (tiempo de descarga). Los tres elementos mencionados pueden ofrecer pistas sobre el embuste. Las expresiones de larga duración (sin duda las que se extienden por más de diez segundos, y normalmente también si duran más de cinco segundos) son probablemente falsas. En su mayoría, las expresiones auténticas no duran tanto. Salvo que el individuo esté experimentando una experiencia culminante o límite —se halle en la cumbre del éxtasis, en el momento de furia más violenta, o en el fondo de una depresión—, las expresiones emocionales genuinas no permanecen en el rostro por más de unos segundos. Ni siquiera en esos casos extremos las expresiones duran tanto; por el contrario, hay muchas expresiones que son más breves. Largas suelen ser emblemas o expresiones fingidas.
Respecto del tiempo de arranque y de descarga, no hay reglas segur que conduzcan a algunas pistas sobre el embuste, salvo en lo tocante a la sorpresa. Para que una manifestación de sorpresa sea genuina, tanto su aparición como su duración y su desaparición tienen que ser breves (habitualmente, menos de un segundo). Si duran mucho, la sorpresa es fingida pero no apunta a engañar (la persona se hace la sorprendida), o bien se trata de un emblema de sorpresa (la persona quiere comunicar que está sorprendida), o de una sorpresa falsa (la persona trata de parecer sorprendida aunque no lo está, para engañar). 
La sorpresa es siempre una emoción muy breve, que sólo dura hasta que el individuo se ha enterado del hecho imprevisto. La mayoría sabe cómo fingir sorpresa pero pocos lo hacen de forma convincente, con el rápido arranque y la rápida descarga que tiene un sentimiento natural de sorpresa. Una crónica periodística muestra lo útil que puede llegar a ser una auténtica expresión de sorpresa: “Un individuo, Wayne Milton, condenado por error, a quien se acusaba de ser el autor de un asalto a mano armada, fue liberado ayer después de que el abogado querellante, tras advertir la reacción del sujeto frente al veredicto de culpabilidad, recogiera nuevas pruebas de su inocencia. El fiscal auxiliar del Estado, Tom Smith, aseguró darse cuenta de que algún error se había producido cuando vio cómo se descomponía el rostro de Milton en el momento en que el jurado lo condenó por el robo de 200 dólares en la Compañía de Gas Lake Apopka, el mes pasado”.
La tercera fuente de pistas sobre la falsedad de una expresión es su sincronización con respecto al hilo del discurso, los cambios en la voz y los movimientos corporales. Supongamos que alguien quiere fingir que está furioso y grita: “¡Ya me tienes harto con esa manera de comportarte!”. Si la expresión de ira aparece en el rostro con posterioridad a las palabras, es más probable que sea falsa que si aparece en el mismo momento en que se lanza la exclamación, o incluso segundos antes. No hay tanto margen de maniobras, quizá, para situar la expresión facial respecto de los movimientos corporales. Imaginemos que junto con su manifestación verbal de estar harto, el mentiroso descarga un puñetazo sobre la mesa: será más probable que la expresión sea falsa si viene después del puñetazo. Las expresiones faciales no sincronizadas con los movimientos corporales son con mucha probabilidad pistas fehacientes.
Ningún análisis de los signos faciales del engaño sería completo si no considerara una de las expresiones faciales más frecuentes: la sonrisa. Un rasgo que la caracteriza, frente a todas las demás expresiones faciales, es que para mostrar contento o bienestar basta con mover un solo músculo, mientras que todas las restantes emociones requieren la acción concertada de tres a cinco músculos. Esa sonrisa simple de bienestar o satisfacción es la expresión más reconocible de todas. Hemos comprobado que es la que puede verse a mayor distancia (casi cien metros) y con menor tiempo de exposición. Además, es difícil no devolver una sonrisa: la gente lo hace incluso ante los rostros sonrientes de una foto. Ver una sonrisa resulta agradable... como lo saben muy bien los expertos en anuncios publicitarios.
La sonrisa es quizá la más desestimada de las expresiones faciales; es mucho más complicada de lo que supone la mayoría de la gente. Hay decenas de sonrisas diferentes en su aspecto y en el mensaje que transmiten. La sonrisa puede ser señal de una emoción positiva (bienestar, placer físico o sensorial, satisfacción, diversión, por nombrar sólo unas pocas), pero a veces las personas sonríen cuando se sienten desdichadas. No se trata de esas sonrisas falsas usadas para convencer a otro de que uno tiene un sentimiento positivo cuando no lo tiene, y que a menudo encubren la expresión de una emoción negativa. Hace poco comprobamos que estas sonrisas falsas desorientan a quienes las ven. Hicimos que unos sujetos miraran únicamente las sonrisas que aparecían en el rostro de nuestras estudiantes de enfermería y evaluaran si eran genuinas (o sea, si aparecían cuando la estudiante estaba viendo una película agradable) o falsas (aparecían cuando la estudiante ocultaba las emociones negativas que les suscitaba nuestro film sangriento). Los resultados no fueron mejores que respondiendo al azar. Creo que el problema no es la imposibilidad de reconocer las sonrisas engañosas, sino un desconocimiento más general acerca de la gran cantidad de tipos de sonrisas que hay. Las falsas no podrán diferenciarse de las auténticas a menos que se sepa cómo se asemeja o aparta cada una de las restantes integrantes de la familia de las sonrisas. Existen dieciocho tipos distintos de sonrisas, ninguna de ellas engañosa en sí misma.
El denominador común de la mayoría de las sonrisas es el cambio que en el semblante el músculo cigomático mayor, que une los malares con las comisuras de los labios, cruzando cada lado del rostro. Al contraerse, el cigomático mayor tira de la comisura hacia arriba en dirección al malar, formando un ángulo. Si el movimiento es fuerte, también estira los labios, alza las mejillas, forma una hondonada bajo los párpados inferiores y produce, al costado de las comisuras de los ojos, las clásicas arrugas conocidas como “patas de gallo”. (En algunos individuos, este músculo empuja levemente hacia abajo también el extremo de la nariz, en tanto que en otros les tensa un poco la piel cerca de la oreja.) La acción conjunta de algunos otros músculos y del cigomático mayor da lugar a los diferentes miembros de la familia de las sonrisas; y hay asimismo unas pocas apariencias sonrientes producidas por otros músculos sin la intervención del cigomático.
Pero basta la acción del cigomático para generar la sonrisa evidenciada toda vez que uno siente una emoción genuina positiva, no controlada. En esta sonrisa auténtica no participa ningún otro mus de la parte inferior del rostro; la única acción concomitante que puede presentarse es la contracción de los músculos orbiculares de los párpados, que rodean cada ojo. Estos últimos son asimismo capaces de provocar la mayoría de las alteraciones en la parte superior del rostro a que da lugar la acción del cigomático mayor: elevación de la mejilla, depresión de la piel debajo del ojo, “patas de gallo”. Esta dura más y es más intensa cuando los sentimientos positivos son más extremos.
Creo que la sonrisa auténtica expresa todas las experiencias emocionales positivas (goce junto a otra persona, contento o felicidad, alivio, placer táctil, auditivo o visual, diversión, satisfacción), sólo con diferencias en la intensidad de la mímica y en el tiempo de duración.
Con la sonrisa amortiguada la persona muestra que tiene efectivamente sentimientos positivos, aunque procura disimular su verdadera intensidad. El objetivo es amortiguar (aunque no suprimir) la expresión de las emociones positivas, y mantener la expresión dentro de ciertos límites, y quizá la experiencia emocional misma. Tal vez se aprieten los labios, se lleve hacia arriba el labio-inferior, se estiren y lleven hacia abajo las comisuras; también puede suceder que cualquiera de estas tres acciones se combinen con las propias de una sonrisa común, como se da en ciertos casos.
La sonrisa triste pone de manifiesto la experiencia de emociones negativas. No está destinada a ocultar algo sino que constituye una especie de comentario facial de que uno se siente desdichado. Habitualmente, la sonrisa triste implica asimismo que la persona no va a quejarse demasiado por su desdicha, al menos por el momento: hará la mueca y la seguirá soportando. Hemos asistido a esta clase de sonrisas presentes en el rostro de sujetos que en nuestro laboratorio, a solas, presenciaban s escenas sangrientas de la película médica, ignorando que la cámara los filmaba. Con frecuencia, esta sonrisa surgía en un primer momento, cuando el sujeto se daba cuenta de lo espantosa que era la película. También hemos visto sonrisas tristes en el rostro de pacientes deprimidos, como un comentario sobre su infortunada situación. Las sonrisas tristes suelen ser asimétricas y superponerse a otra expresión  emocional a todas luces negativa, no enmascarándola sino sumándose a ella; a veces surge inmediatamente después de una expresión de este tipo. Si la sonrisa triste es señal de un intento de controlar la manifestación del temor, la ira o la desazón, puede parecerse mucho a la sonrisa amortiguada. La presión de los labios, la elevación y prominencia del labio inferior movido por el músculo cuadrado de la barbilla, y la tirantez o caída de las comisuras pueden contribuir al control del estallido de esos sentimientos negativos. La diferencia clave entre esta versión de la .sonrisa triste  y la sonrisa amortiguada es que en ella no hay rastros de contracción del músculo orbicular de los párpados. En la sonrisa amortiguada ese músculo actúa (contrayendo la piel en torno del ojo y generando las patas de gallo) porque se siente algún goce, en tanto que no actúa en la sonrisa triste porque en este caso no lo hay. La sonrisa triste puede estar acompañada de señales de las emociones negativas auténticas que se patentizan en la frente y las cejas.
En una fusión de emociones, como vimos, dos o más de éstas se experimentan a la vez y son registradas en la misma expresión facial. Cualquier emoción puede fusionarse con cualquier otra. Aquí lo que nos interesa es el aspecto que presentan las fusiones con emociones positivas. Si un individuo disfruta de su rabia, su sonrisa de gozosa rabia (podría llamársela también “sonrisa cruel” o “sádica”) presentará un afinamiento de los labios y a veces una elevación del labio superior, sumados a los rasgos de la sonrisa auténtica.
En la expresión de gozoso desdén, la sonrisa auténtica se fusiona con la contracción de una o ambas comisuras de los labios. Puede sentirse una mezcla de tristeza y temor, como seguramente la sienten los lectores de los libros y espectadores de las películas que arrancan lágrimas o producen terror. La gozosa tristeza se aparenta en una caída de las comisuras compatible con la elevación general que produce la sonrisa auténtica.  En el gozoso temor, los rasgos  acompañan una sonrisa autentica mezclada con un estiramiento horizontal de los labios. Hay experiencias gozosas que son calmas y de tranquila satisfacción, pero en otras el goce se confunde con la excitación en un sentimiento de exaltado entusiasmo. En la gozosa excitación, amén de la sonrisa auténtica, hay una elevación del párpado superior. El actor cómico Harpo Marx solía mostrar en sus películas esta sonrisa de gran regocijo, y a veces, cuando hacía una picardía, la sonrisa de gozosa rabia. En la gozosa sorpresa se alzan las cejas, cae el mentón, se eleva el párpado superior y aparece la sonrisa auténtica.
Hay otros dos tipos de sonrisas que implican la fusión de la sonrisa auténtica con una forma particular de mirar. En la sonrisa conquistadora, el flirteador muestra una sonrisa auténtica al mirar a la persona que le interesa y de inmediato aparta la vista de ella, pero enseguida vuelve a echarle una mirada furtiva lo bastante prolongada como para que se note, y desvía la vista nuevamente. Uno de los elementos que vuelven tan extraordinario el cuadro de la Gioconda pintado por Leonardo da Vinci es que la atrapó en medio de una de esas sonrisas conquistadoras, con el rostro apuntando hacia adelante pero los ojos hacia un costado, mirando a hurtadillas al objeto de su interés. En la vida real ésta es una secuencia en que la mirada se aparta apenas un instante. En la sonrisa de turbación se baja la vista o se aparta para no encontrarse con los ojos del otro. A veces habrá una elevación momentánea de la protuberancia del mentón (con un movimiento de la piel situada entre el labio inferior y el extremo de la barbilla) en medio de una sonrisa auténtica. En otra versión, el embarazo se muestra combinando la sonrisa amortiguada con el movimiento de los ojos hacia abajo o hacia el costado.
Una sonrisa poco corriente es la sonrisa de Chaplin, producida por obra de un músculo que la mayoría de la gente no puede mover de forma deliberada, Charlie Chaplin sí podía, ya que esta sonrisa, en la cual los labios se elevan en un ángulo mucho más pronunciado que el de la sonrisa auténtica, era su señal distintiva. Es una sonrisa insolente y burlona a la vez, que se sonríe del propio sonreír.
Los cuatro tipos siguientes de sonrisas tienen una misma apariencia pero cumplen finalidades sociales muy distintas. En todos los casos, la sonrisa es voluntaria. A menudo, estas sonrisas son asimétricas.
La sonrisa mitigadora tiene como propósito limar las asperezas de un mensaje desagradable o crítico, a menudo forzando al receptor de la crítica a que devuelva la sonrisa a pesar de la molestia o desazón que ésta pueda provocarle. La sonrisa mitigadora es deliberada y aparece de forma rápida y abrupta. Las comisuras de los labios pueden contraerse y en ocasiones el labio inferior se alza levemente durante un instante. Suele ir acompañada de un movimiento afirmativo, que se ladea y baja de tal modo que el que sonríe mira un poco de arriba abajo a la persona a quien critica.
La sonrisa de acatamiento significa el reconocimiento de que hay que tragarse una dolorosa píldora sin protestar. Nadie podrá suponer que es feliz el que sonríe, sino que acepta su infausto destino. Se parece a la sonrisa mitigadora, pero sin que la cabeza adopte la postura propia de ésta. En cambio, pueden elevarse las cejas un momento, o encogerse los hombros, o dejarse oír un suspiro.
La sonrisa de coordinador regula el intercambio verbal de dos o más personas. Es una sonrisa cortés, de cooperación, que pretende mostrar serenamente coincidencia, comprensión, el propósito de realizar algo o el reconocimiento de que lo que ha hecho el otro es apropiado. Es una sonrisa leve, por lo común asimétrica, en la que no participan los músculos orbiculares de los párpados.
La sonrisa de interlocutor es una particular sonrisa de coordinador empleada al escuchar a otro, para hacerle saber que se ha comprendido todo lo que ha dicho y de que no precisa repetir nada. Equivale a decir “está bien”, o al movimiento afirmativo con la cabeza —que suele acompañarla-—. El que habla no deducirá de ella que su interlocutor está contento, sino sólo que lo alienta a seguir hablando.
Cualquiera de las cuatro sonrisas enunciadas en último término (la mitigadora, la de acatamiento, la de coordinador y la de interlocutor) pueden ser reemplazadas a veces por una sonrisa auténtica. Si a alguien le complace transmitir un mensaje mitigador, o mostrar acatamiento, o coordinar, o ser el interlocutor de otro, puede mostrar la sonrisa auténtica en vez de alguna de las sonrisas no auténticas que he mencionado.
Ahora consideremos la sonrisa falsa. Su finalidad es convencer al otro de que se siente una emoción positiva, cuando no es así. Tal vez no se sienta nada en absoluto, o tal vez se sientan emociones negativas, pero el mentiroso quiere ocultarlas enmascaradas detrás de una sonrisa falsa. A diferencia de la sonrisa de desdicha, que transmite el mensaje de que no se experimenta ningún placer, la falsa trata de hacerle creer al otro de que sienten cosas positivas. Es la única sonrisa mentirosa.
Hay varios indicios para distinguir las sonrisas falsas de las sonrisas auténticas que simulan ser:
Las sonrisas falsas son más asimétricas que las auténticas,
Una sonrisa falsa no estará acompañada nunca de la acción de los músculos orbiculares de los párpados. Por ende, en una sonrisa falsa leve o moderada no se alzarán las mejillas, ni habrá hondonadas debajo de los ojos, ni patas de gallo, ni el leve descenso de las cejas que se presentan en la sonrisa auténtica leve a moderada. En cambio, si la sonrisa falsa es más pronunciada, la propia acción de sonreír (o sea, la acción del músculo cigomático mayor) alzará las mejillas, cavará la cuenca de los ojos y producirá arrugas en las comisuras de éstos. Pero no bajará las cejas. Si alguien, mirándose en un espejo, sonríe en forma cada vez más marcada, notará que a medida que la sonrisa se amplía las mejillas se levantan y aparecen las patas de gallo; pero las cejas no descenderán a menos que también actúe el músculo palpebral. La falta de participación de las cejas es un indicio sutil pero decisivo para diferenciar las sonrisas auténticas de las sonrisas falsas cuando la mueca es pronunciada.
El tiempo de desaparición de la sonrisa falsa parecerá notablemente inapropiado, es decir puede esfumarse demasiado abruptamente, o tal vez deforma escalonada.
Usada como máscara, la sonrisa falsa no abarca más que movimientos en la parte inferior del rostro y en el párpado inferior. Seguirán siendo visibles los movimientos de los músculos faciales fidedignos de la frente, que señalan el temor o la angustia. Y aun en la parte inferior de la cara, la sonrisa falsa quizá no logre disimular por completo los signos de la emoción que pretendemos ocultar, haya una mezcla de elementos de tal manera que se perciban huellas, como en una fusión de emociones.
El rostro puede mostrar muchos y muy diferentes indicios del engaño: microexpresiones, expresiones abortadas, autodelación de los músculos faciales fidedignos, parpadeo, dilatación de las pupilas, lagrimeo, rubor, empalidecimiento, asimetría, errores en la secuencia temporal o la sincronización, y sonrisas falsas. Algunos de estos indicios delatan una información oculta; otros proporcionan pistas que indican que algo se está ocultando, aunque no nos dicen qué; y otros marcan que una expresión es falsa.
Estos signos faciales del engaño, al igual que los que suministran las palabras, la voz y el resto del cuerpo (y que hemos descrito en el capítulo anterior), varían en cuanto a la exactitud de la información transmitida. Algunos revelan con precisión cuál es la emoción que está experimentando el sujeto, por más que intente ocultarla; otros sólo nos dicen que la emoción ocultada es positiva o negativa, pero no cuál es exactamente; hay otros, en fin, más vagos aun, ya que sólo nos dicen que el mentiroso siente alguna emoción, sin que sepamos si es positiva o negativa. Pero quizá con esto baste. Saber que una persona siente una emoción, sea cual fuere, puede indicarnos que miente, si la situación es tal que, salvo que estuviera mintiendo, esa persona no tendría por qué sentir emoción alguna. En otras ocasiones, empero, no se traicionará la mentira si no disponemos de información más acabada sobre la emoción que efectivamente se está ocultando. Todo depende de cuál sea la mentira, de la estrategia adoptada por el sospechoso, de la situación, y de las demás explicaciones alternativas que —fuera de la mentira— pueden justificar que una cierta emoción no se manifieste abiertamente.


Hasta ahora hemos visto una de las fuentes de error en la detección del engaño: el riesgo de Brokaw, el hecho de no tomar en cuenta las diferencias individuales. Otra fuente de perturbaciones igualmente importante, que da origen a errores de incredulidad, es el error de Otelo, en el que se incurre cuando se pasa por alto que una persona veraz puede presentar el aspecto de una persona mentirosa si está sometida a tensión. Cada uno de los sentimientos que inspira una mentira y que son capaces de producir una autodelación o una pista sobre el embuste, puede asimismo ser experimentado por una persona sincera, a raíz de otros motivos, si se sospecha de ella. Un individuo sincero tal vez tema que no le crean, y ese temor puede confundirse con el recelo a ser detectado que es propio de un mentiroso. Hay sujetos con grandes sentimientos de culpa sin resolver acerca de otras cuestiones, que salen a la superficie toda vez que alguien sospecha que cometieron una falta; y estos sentimientos de culpa puede confundirse con los que siente el mentiroso por el engaño en que está incurriendo. 
Por otra parte, los individuos sinceros quizá sientan desprecio por quienes los acusan falsamente, o entusiasmo frente al desafío que implica probar el error de sus acusadores, o placer anticipado por la venganza que se tomarán: y los signos de todos estos sentimientos pueden llegar a asemejarse al “deleite por embaucar” tan propio de algunos mentirosos. No son éstos los únicos sentimientos que pueden presentar tanto los sinceros de quienes se sospecha como los mentirosos; aunque sus razones no sean las mismas, unos y otros pueden sentirse sorprendidos o enojados, decepcionados, disgustados o angustiados ante las sospechas o las preguntas de quienes los interrogan.
He llamado a esto “el error de Otelo” porque la escena de la muerte de Desdémona, en la obra de Shakespeare, es un ejemplo excelente y célebre. 
Otelo acaba de acusarla de amar a Casio y le pide que confiese su amor, y le dice que de todas maneras va a matarla por serle infiel. Desdémona le pide que lo haga venir para dar testimonio de su inocencia, pero Otelo le miente que ya lo hizo matar por lago, su honrado servidor, Desdémona comprende que no podrá probar su inocencia y que Otelo la matará sin parar mientes en nada:
Desdémona: ¡Ay, le han traicionado y estoy perdida!
Otelo: ¡Fuera de aquí, ramera! ¡Le lloras en mi cara!
Desdémona: ¡Oh, desterradme, mi señor, pero no me
            matéis!
Otelo: ¡Abajo, ramera!
Otelo interpreta el temor y la angustia de Desdémona como reacción ante la noticia de la presunta muerte de su amante, y cree corroborada así su infidelidad. No se da cuenta de que aunque Desdémona fuese inocente padecería esas mismas emociones: angustia y desesperación por el hecho de que su marido no le crea y por haber perdido la esperanza de probar su inocencia con la muerte de Casio, y a la vez temor de que Otelo la mate. Desdémona lloraba por su vida, su difícil situación, la desconfianza de su esposo, no por la muerte de su amante.
El error de Otelo es asimismo un ejemplo de cómo los prejuicios pueden inclinar tendenciosamente la opinión de un cazador de mentiras. Otelo está persuadido de que Desdémona le es infiel antes de esta escena; pasa por alto cualquier otra posible explicación de su comportamiento, no toma en cuenta de que las emociones de Desdémona no prueban nada ni en un sentido ni en el otro. Quiere confirmar su creencia, no ponerla a prueba. Aunque el de Otelo es un caso extremo, los prejuicios constituyen a menudo una distorsión del razonamiento y llevan al cazador de mentiras a desestimar ideas, posibilidades o hechos que no se ajustan a lo que ya piensa. Y esto ocurre aun cuando esos mismos prejuicios lo hagan perjudicarse en algún sentido. A Otelo le tortura su creencia de que Desdémona le miente, pero no por ello se inclina a pensar en dirección opuesta, no por ello procura reivindicarla. Interpreta la conducta de Desdémona de un modo que confirma lo que él menos desea, lo que le es más penoso.
Esos prejuicios que distorsionan el razonamiento del cazador de mentiras, llevándolo a cometer errores de incredulidad pueden originarse en muchas fuentes. La falsa creencia de Otelo era obra de Lago, su malévolo asistente, quien estimulando y alimentando sus sospechas provocó el derrumbe de Otelo en su propio beneficio. Pero Lago no habría tenido éxito si Otelo no hubiese sido celoso. Las personas que por naturaleza ya son bastante celosas no precisan de ningún Lago para que sus celos se movilicen. Prefieren confirmar sus peores temores descubriendo lo que sospechan: que todo el mundo les miente. Los suspicaces hacen un pésimo papel como cazadores de mentiras, porque son propensos a caer en los errores de incredulidad. Existen, desde luego, individuos ingenuos que hacen lo contrario, no sospechan jamás de quienes los embaucan, y así cometen errores de credulidad.

 Abundando el Tema: 

APRENDE A DETECTAR MENTIRAS
No necesitas ser un detective profesional para saber si una persona está diciendo la verdad o está incurriendo en una mentira. Lo único que necesitas es saber cuáles son las señales que te esta enviando en sus mensajes  y sobre todo ser muy observador con las acciones o inacciones o sea la forma de actuar de la persona mentirosa.

La mentira es una herramienta que casi todas las personas usan alguna vez en su vida, ya sea para perjudicar a una persona y aunque suene extraño, para beneficiar a otra(s) persona(s). Por eso, saber leer las mentiras a tiempo y anticiparte a lo que pudiera ser un daño que te puedan infligir es muy importante para evitarte frustraciones y/o inconvenientes.

Si deseas contar con herramientas para desentrañar la verdad en la gente de la que sospechas, sigue leyendo y utiliza esta información para bien y no para mal.

GESTOS EMOTIVOS Y ACCIONES CONTRADICTORIAS

En la cara están las señales en las que puedes detectar fácilmente y atrapar al mentiroso(a).  Algunas son:

Una persona sincera sonará "congruente". Ésto quiere decir que toda la información que le esté dando (sus palabras, sus acciones, su lenguaje corporal, su sentido de responsabilidad y todo encaja, o sea no contiene contradicciones.) La gente que miente es incoherente y queda mal continuamente, lo que dicen y lo que hacen no siempre va a la par.

• El manejo de los tiempos al demostrar las emociones, también es poco común. Por ejemplo, alguien honesto puede gritar que le gustó mucho el regalo (gesto de sorpresa) y luego demostrar una sonrisa, mientras que un mentiroso tiende a concentrar la sonrisa y el comentario en el mismo tiempo.

• Las expresiones, los gestos y las acciones no concuerdan. Si alguien te dice que te quiere y te da un abrazo y en vez de hablar sobre ti y tu vida sobre ¿como te va?, y lo que hace es que te pregunta inmediatamente por otra persona, o cambia el tema es obvio que lo que sale de su boca no es congruente con sus acciones.

• La expresión de emociones de todo tipo, desde felicidad y sorpresa hasta tristeza y enojo, cubren todo el rostro. Por ejemplo, alguien que sonríe naturalmente implica todo su rostro, incluyendo movimientos en mandíbulas, mejillas y ojos. En el mentiroso no hay emocion en sus ojos ni su frente, solo en sus labios o boca.

REACCIONES
La forma de actuar ante las acciones también es una forma de averiguarlo. A continuación algunas señales:

Una persona que se sabe culpable de una mentira adopta una postura defensiva. Mientras que una inocente va al ataque o a reclamar al sentirse ofendida y cuestionar sus sospechas. El mentiroso se limitará a defenderse y ofrecer excusas, hasta hacer acusaciones contra quien lo cuestiona, hasta valiendose de artimañas poco eticas y/o profesionales, tienden a tergiversar la realidad.

El mentiroso se siente incómodo y evita la conversación y el encuentro de quien lo cuestiona,  por lo tanto, tiende a tener el menor contacto posible con la victima de su engaño. Es el tipo de persona que le dice a su secretaria: -Dile que estoy en una reunión.-

Un mentiroso si es cuestionado atacará y subconcientemente se identificara a si mismo al decirle (mentiroso, embaucador o charlatán) a quien le señala, cuando esas palabras realmente se las dice a si mismo, de forma inconciente.
El mentiroso es una persona que cambia mucho de parecer y queda mal de continuo con la gente con quien ha hecho compromisos. Quedar mal es su principal caracteristica.
Si eres una persona que conoce todos los trucos del mentiroso y caes ante sus engaños, entonces tu serás el responsable del mal que te suceda. Si por el contrario los anticipas no deberias sufrir ninguna consecuencia.
Si has decidido creer en alguien o darle una oportunidad y luego te das cuenta que te va a engañar y hacer daño, entonces tienes las opciones de usar tus conocimientos para evitar ser engañado.
Si conoces como detectar un mentiroso puedes hacer una de (3) tres:
O se lo dices y lo confrontas
O dejas que las cosas transcurran y se compliquen
O decides jugar con el y hacerle creer que se va a salir con la suya, entonces lo tomas por sorpresa. (al menos esta es mi preferida) de modo que de esa forma el mentiroso y charlatán aprende una lección.
Para una persona que conoce y sabe leer el lenguaje del los mentirosos, estos son como los idiotas o delincuentes que dejan saber lo que van a hacer con anticipación, de manera que cuando actuan, ya los estaban esperando.
El mentiroso es como un telegrafo que continuamente envia señales.
El proposito de este trabajo es que conozcas esas señales y aprendas a identificarlos con tiempo.
Estudio y Analisis
¿Pueden las personas controlar todos los mensajes que transmiten, incluso cuando están muy perturbadas, o es que su conducta no verbal delatará lo que esconden las palabras?
Mi finalidad al escribir estos estudios no ha sido dirigirme sólo a quienes se ven envueltos en mentiras mortales. He llegado al convencimiento de que el examen de las motivaciones y circunstancias que llevan a la gente a mentir o a decir la verdad puede contribuir a la comprensión de muchas relaciones humanas. Pocas de éstas no entrañan algún engaño, o al menos la posibilidad de un engaño. Los padres les mienten a sus hijos con respecto a la vida sexual para evitarles saber cosas que, en opinión de aquéllos, los chicos no están preparados para saber; y sus hijos, cuando llegan a la adolescencia, les ocultan sus aventuras sexuales porque sus padres no las comprenderían. Van y vienen mentiras entre amigos (ni siquiera su mejor amigo le contaría a usted ciertas cosas), entre profesores y alumnos, entre médicos y pacientes, entre marido y mujer, entre testigos y jueces, entre abogados y clientes, entre vendedores y compradores.
Mentir es una característica tan central de la vida que una mejor comprensión de ella resulta pertinente para casi todos los asuntos humanos. A algunos este aserto los hará estremecerse de indignación, porque entienden que la mentira es siempre algo censurable. No comparto esa opinión. Proclamar que nadie debe mentir nunca en una relación sería caer en un simplismo exagerado; tampoco recomiendo que se desenmascaren todas las mentiras. La periodista Ann Landers está en lo cierto cuando dice, en su columna de consejos para los lectores, que la verdad puede utilizarse como una cachiporra y causar con ella un dolor cruel. También las mentiras pueden ser crueles, pero no todas lo son. Algunas —muchas menos de lo que sostienen los mentirosos— son altruistas. Hay relaciones sociales y/o religiosas que se siguen disfrutando gracias a que preservan determinados mitos (por ejemplo que Jesús nacio un 25 de diciembre y que Santa Claus existe). Sin embargo, ningún mentiroso debería dar por sentado que su víctima quiere ser engañada, y ningún descubridor de mentiras debería arrogarse el derecho a poner al descubierto toda mentira. Existen mentiras inofensivas y hasta humanitarias. Desenmascarar siempre ciertas mentiras que no hacen mayor daño, puede provocar humillación al mentiroso quien tal vez lo haga en cierto modo por agradar y/o hasta hacer amena una conversación. El cuentista folclórico que miente por entretener, no se debe confundír con el mentiroso egoista que va a sacar ventaja de ti y hacerte daño, son dos tipos diferentes.
En muchos casos, la víctima del engaño pasa por alto los errores que comete el embustero, dando la mejor interpretación posible a su comportamiento ambiguo y entrando en connivencia con aquél para mantener el engaño y eludir así las terribles consecuencias que tendría para si mismo al sacarlo a la luz. Un marido engañado por su mujer que hace caso omiso de los signos que delatan el adulterio puede así, al menos, posponer la humillación de quedar al descubierto como cornudo y exponerse a la posibilidad de un divorcio. Aun cuando reconozca para sí la infidelidad de su esposa, quizá coopere en ocultar su engaño para no tener que reconocerlo ante ella o ante los demás. En la medida en que no se hable del asunto, tal vez le quede alguna esperanza, por remota que sea, de haberla juzgado equivocadamente, de que ella no esté envuelta en ningún amorío.
EL ALCANCE DE LA DEFINICIÓN DE MENTIRA
Si una persona que a uno le resulta molesta falta a la verdad, es fácil que la llamemos mentirosa, pero en cambio es muy difícil que empleemos ese término por grave que haya sido su falta a la verdad, si simpatizamos con ella, es nuestro jefe o estamos haciendo un negocio con esa persona.
Sin embargo, para mi definición de lo que es mentir o engañar (utilizo estos términos en forma indistinta), estas cuestiones carecen de significatividad. Muchas personas —por ejemplo, las que suministran información falsa contra su voluntad— faltan a la verdad sin por ello mentir. Una mujer que tiene la idea delirante de que es María Magdalena no es una mentirosa, aunque lo que sostiene es falso. Dar a un cliente un mal consejo en materia de inversiones financieras no es mentir, a menos que en el momento de hacerlo el consejero financiero supiera que estaba faltando a la verdad. Si la apariencia de alguien transmite una muy mala impresión no está por ello mintiendo necesariamente, como no miente el camaleón que apela al camuflaje para asemejarse a una hoja, como no miente el individuo cuya ancha frente sugiere un mayor nivel de inteligencia del que realmente está dotado, como tampoco miente una persona con grandes titulos que en la practica es un mediocre.
Un mentiroso puede decidir que no va a mentir. Desconcertar a la víctima es un hecho deliberado; el mentiroso tiene el propósito de tenerla mal informada. La mentira puede o no estar justificada en opinión del que la dice o de la comunidad a la que pertenece. El mentiroso puede ser una buena o una mala persona, puede contar con la simpatía de todos o resultar antipático y desagradable a todos. Pero lo importante es que la persona que miente está en condiciones de elegir entre mentir y decir la verdad, y conoce la diferencia, Los mentirosos patológicos, que saben que están faltando a la verdad pero no pueden controlar su conducta, no cumplen con mis requisitos. Tampoco aquellos individuos que ni siquiera saben que están mintiendo, de los que a menudo se dice que son víctimas del autoengaño. Un mentiroso puede llegar a creer en su propia mentira con el correr del tiempo; en tal caso, dejaría de ser un mentiroso, y sería mucho más difícil detectar sus faltas a la verdad, por razones que explicaré más adelante. Un episodio de la vida de Benito Mussolini muestra que la creencia en la propia mentira no siempre es beneficiosa para su autor:
“...en 1938, la composición de las divisiones del ejército (italiano) se había modificado de modo tal que cada una de ellas abarcaba dos regimientos en lugar de tres. Esto le resultaba interesante a Mussolini, porque le permitía decir que el fascismo contaba con sesenta divisiones, en lugar de algo más de la mitad; pero el cambio provocó una enorme desorganización justo cuando la guerra estaba por iniciarse; y a raíz de haberse olvidado de él, varios años después Mussolini cometió un trágico error al calcular el poderío de sus fuerzas. Parece que muy pocos, excepto él mismo, fueron engañados”.
Para definir una mentira no sólo hay que tener en cuenta al mentiroso sino también a su destinatario, Hay mentira cuando el destinatario de ella no ha pedido ser engañado, y cuando el que la dice no le ha dado ninguna notificación previa de su intención de mentir. Sería extravagante llamar mentirosos a los actores teatrales; sus espectadores han aceptado ser engañados por un tiempo; por eso están ahí. Los actores no adoptan —como lo hace un estafador— una personalidad falsa sin alertar a los demás de que se trata de una pose asumida sólo por un tiempo. Ningún cliente de un asesor financiero seguiría a sabiendas sus consejos si éste le dijese que la información que va a proporcionarle es muy convincente…, pero falsa.
En mi definición de una mentira o engaño, entonces, hay una persona que tiene el propósito deliberado de engañar a otra, sin notificarla previamente de dicho propósito ni haber sido requerida explícitamente a ponerlo en práctica por el destinatario. Existen dos formas fundamentales de mentir: ocultar y falsear. El mentiroso que oculta, retiene cierta información sin decir en realidad nada que falte a la verdad. El que falsea da un paso adicional: no sólo retiene información verdadera, sino que presenta información falsa como si fuera cierta.
OCULTAMIENTO Y FALSEAMIENTO
A menudo, para concretar el engaño es preciso combinar el ocultamiento con el falseamiento, pero a veces el mentiroso se las arregla con el ocultamiento simplemente.
No todo el mundo considera que un ocultamiento es una mentira; hay quienes reservan este nombre sólo para el acto más notorio del falseamiento. Si un médico no le dice a su paciente que la enfermedad que padece es terminal, si el marido no le cuenta a la esposa que la hora del almuerzo la pasó en un motel con la amiga más íntima de ella, si el detective no le confiesa al sospechoso que un micrófono oculto está registrando la conversación que éste mantiene con su abogado, en todos estos casos no se transmite información falsa, pese a lo cual cada uno de estos ejemplos se ajusta a mi definición de mentira. Los destinatarios no han pedido ser engañados y los ocultadores han obrado de forma deliberada, sin dar ninguna notificación previa de su intento de engañar. Han retenido la información a sabiendas e intencionadamente, no por casualidad. Hay excepciones: casos en que el ocultamiento no es mentira, porque hubo una notificación previa o se logró el consentimiento del destinatario para que lo engañasen. Si marido y mujer concuerdan en practicar un “matrimonio abierto” en que cada uno le ocultará sus amorfos al otro a menos que sea interrogado directamente, no sería una mentira que el primero callase su encuentro con la amiga de su esposa en el motel. Si el paciente le pide al médico que no le diga nada en caso de que las noticias sean malas, no será una mentira del médico que se guarde esa información. Distinto es el caso de la conversación entre un abogado y su cliente, ya que la ley dispone que, por sospechoso que éste sea para la justicia, tiene derecho a esa conversación privada; por lo tanto, ocultar la trasgresión de ese derecho siempre será mentir.
Cuando un mentiroso está en condiciones de escoger el modo de mentir, por lo general preferirá ocultar y no falsear. Esto tiene muchas ventajas. En primer lugar, suele ser más fácil: no hay nada que fraguar ni posibilidades de ser atrapado antes de haber terminado con el asunto. Se dice que Abraham Lincoln declaró en una oportunidad que no tenía suficiente memoria como para ser mentiroso. Si un médico le da a su una explicación falsa sobre la enfermedad que padece para ocultarle que lo llevará a la tumba, tendrá que acordarse de esa explicación para no ser incongruente cuando se le vuelva a preguntar algo, unos días después.
También es posible que se prefiera el ocultamiento al falseamiento porque parece menos censurable. Es pasivo, no activo. Los mentirosos suelen sentirse menos culpables cuando ocultan que cuando falsean, aunque en ambos casos sus víctimas resulten igualmente perjudicadas. El mentiroso puede tranquilizarse a sí mismo con la idea de que la víctima conoce la verdad, pero no quiere afrontarla. Una mentirosa podría decirse: “Mi esposo debe estar enterado de que yo ando con alguien, porque nunca me pregunta dónde he pasado la tarde. Mi discreción es un rasgo de bondad hacia él; por cierto que no le estoy mintiendo sobre lo que hago, sólo he preferido no humillarlo, no obligarlo a reconocer mis amorfos”.
Por otra parte, las mentiras por ocultamiento son mucho más fáciles de disimular una vez descubiertas. El mentiroso no se expone tanto y tiene muchas excusas a su alcance: su ignorancia del asunto, o su intención de revelarlo más adelante, o la memoria que le está fallando, etc., etc. El testigo que declara bajo juramento que lo que dice fue tal como lo dice “hasta donde puede recordarlo”, deja abierta la puerta para escapar por si más tarde tiene que enfrentarse con algo que ha ocultado. El mentiroso que alega no recordar lo que de hecho recuerda pero retiene deliberadamente, está a mitad de camino entre el ocultamiento y el falseamiento. Esto suele suceder cuando ya no basta no decir nada: alguien hace una pregunta, se lo reta a tablar. Su falseamiento consiste en no recordar, con lo cual evita tener que recordar una historia falsa; lo único que precisa recordar es su afirmación falsa de que la memoria le falla. Y si más tarde sale a luz la verdad, siempre podrá decir que él no mintió, que sólo fue un problema de memoria.
Un episodio del escándalo de Watergate que llevó a la renuncia del presidente Richard Nixon ilustra esta estrategia de fallo de la memoria. Al aumentar las pruebas sobre la implicación de los asistentes presidenciales H.R. Haldeman y John Ehrlichman en la intromisión ilegal y encubrimiento, éstos se vieron obligados a dimitir. Mientras aumentaba la presión sobre Nixon, Alexander Haig ocupó el puesto de Haldeman
“Hacía menos de un mes que Haig estaba de vuelta en la Casa Blanca —leemos en una crónica periodística— cuando, el 4 de junio de 1973, él y Nixon discutieron de qué manera hacer frente a las serias acusaciones de John W. Dean, ex consejero de la Casa Blanca. Según una cinta magnetofónica de esa conversación, que se dio a conocer a la opinión pública durante la investigación, Haig le recomendó a Nixon esquivar toda pregunta sobre esos alegatos diciendo ‘que usted simplemente no puede recordarlo’.
Un fallo de la memoria sólo resulta creíble en limitadas circunstancias. Si al médico se le pregunta silos análisis dieron resultado negativo, no puede contestar que no lo recuerda, ni tampoco el detective puede decir que no recuerda si se coloca ron los micrófonos en la habitación del sospechoso. Un olvido así sólo puede aducirse para cuestiones sin importancia o para algo que sucedió tiempo atrás. Ni siquiera el paso del tiempo es excusa suficiente para no recordar hechos extraordinarios que supuestamente todo el mundo recordará siempre, sea cual fuere el tiempo que transcurrió desde que sucedieron.
Pero cuando la víctima lo pone en situación de responder, el mentiroso pierde esa posibilidad de elegir entre el ocultamiento y el falseamiento. Si la esposa le pregunta al marido por qué no estaba en la oficina durante el almuerzo, él tendrá que falsear los hechos si pretende mantener su amorío en secreto. Podría decirse que aun una pregunta tan común como la que se formula durante la cena, “¿Cómo te fue hoy, querido?”, es un requerimiento de información, aunque es posible sortearlo: el marido aludirá a otros asuntos que ocultan el uso que dio de ese tiempo, a menos que una indagatoria directa lo fuerce a elegir entre inventar o decir la verdad.
Hay mentiras que de entrada obligan al falseamiento, y para las cuales el ocultamiento a secas no bastará. La paciente Mary no sólo debía ocultar su angustia y sus planes de suicidarse, sino también simular sentirse mejor y querer pasar el fin de semana con su familia. Si alguien pretende obtener un empleo mintiendo sobre su experiencia previa, con el ocultamiento solo no le alcanzará: deberá ocultar su falta de experiencia, sí, pero además tendrá que fabricarse una historia laboral. Para escapar de una fiesta aburrida sin ofender al anfitrión no sólo es preciso ocultar la preferencia propia por ver la televisión en casa, sino inventar una excusa aceptable —una entrevista de negocios a primera hora de la mañana, problemas con la chica que se queda a cuidar a los niños, o algo semejante—.
También se apela al falseamiento, por más que la mentira no lo requiera en forma directa, cuando el mentiroso quiere encubrir las pruebas de lo que oculta. Este uso del falseamiento para enmascarar lo ocultado es particularmente necesario cuando lo que se deben ocultar son emociones. Es fácil ocultar una emoción que ya no se siente, mucho más difícil ocultar una emoción actual, en especial si es intensa. El terror es menos ocultable que la preocupación, la furia menos que el disgusto. Cuanto más fuerte sea una emoción, más probable es que se filtre alguna señal pese a los denodados esfuerzos del mentiroso por ocultarla. Simular una emoción distinta, una que no se siente en realidad, puede ayudar a disimular la real. La invención de una emoción falsa puede encubrir la autodelación de otra que se ha ocultado.
MENTIRA Y EMOCIONES
Ponerse una máscara es la mejor manera de ocultar una e emoción, Si uno se cubre el rostro o parte de él con la mano o lo aparta de la persona que habla dándose media vuelta,  habitualmente eso dejará traslucir que está mintiendo.
La mejor máscara es una emoción falsa, que desconcierta y actúa como camuflaje. Es terriblemente arduo mantenerse frio o dejar las manos quietas cuando se siente una emoción intensa: no hay ninguna apariencia más difícil de lograr que la frialdad, neutralidad o falta de emotividad cuando por dentro ocurre lo contrario, Mucho más fácil es adoptar una pose, detener o contrarrestar con un conjunto de acciones contrarias a aquellas que expresan los verdaderos sentimientos.
El juego de poker es otra de las situaciones en las que uno puede recurir al enmascaramiento para ocultar una emoción. Si un jugador se entusiasma con la perspectiva de llevarse todo el dinero porque ha recibido unas cartas soberbias, deberá disimular su entusiasmo si no quiere que los demás se retiren del juego en esa vuelta. Ponerse una máscara con señales de otra clase de sentimiento sería peligroso: si pretende parecer decepcionado o irritado por las cartas que le vinieron, los demás pensarán que no tiene un buen juego y que se irá al mazo, en vez de continuar la partida. Por lo tanto, tendrá que lucir su rostro más neutral, el propio de un jugador de poker. En caso de que le hayan venido cartas malas y quiera disimular su desengaño o fastidio con un “bluff”, o sea, una fuerte apuesta engañosa tendente a asustar a los otros, podría usar una máscara: fraguando entusiasmo o alegría quizá logre esconder su desilusión y dar la impresión de que tiene buenas cartas, pero es probable que los demás jugadores caigan en la trampa y lo consideren un novato: se supone que un jugador experto ha dominado el arte de no revelar ninguna emoción sobre lo que tiene en la mano. 
Dicho sea de paso, las falsedades que sobrevienen en una partida de poker –los ocultamientos o los bluffs— no se ajustan a mi definición lo que es una mentira: nadie espera que un jugador de poker vaya a revelar las cartas que ha recibido y el juego en sí constituye una notificación previa de que los jugadores tratarán de despistarse unos a otros.
En su estilo sobre los jugadores de poker, David Hayano describe otra de las estratagemas utilizadas por los jugadores profesionales: “charlan animadamente a lo largo de toda la partida para poner nerviosos y ansiosos a sus contrincantes. (...) Dicen verdades como si fueran mentiras, y mentiras como si fueran verdades. Junto con esta verborrea, usan gestos y ademanes vivaces y exagerados. De uno de estos jugadores se decía que ‘se movía más que una bailarina de cabaret en la danza del vientre’ “. (“Poker Lies and Tells”, Human Behavior, marzo 1979.)
Para ocultar una emoción cualquiera, puede inventarse cualquier otra emoción falsa. La más habitualmente utilizada la sonrisa. Actúa como lo contrario de todas las emociones creativas: temor, ira, desazón, disgusto, etc. Suele elegírsela porque para concretar muchos engaños el mensaje que se necesita es alguna variante de que uno está contento. El empleado desilusionado porque su jefe ha promocionado a otro en lugar de él le sonreirá al jefe, no sea que éste piense que se siente herido o enojado. La amiga cruel adoptará la pose de bienintencionada descargando sus acerbas críticas con una sonrisa de sincera preocupación.
Otra razón por la cual se recurre tan a menudo a la sonrisa como máscara es que ella forma parte de los saludos convencionales y suelen requerirla la mayoría de los intercambios socia les corteses. Aunque una persona se sienta muy mal, por lo común no debe demostrarlo para nada ni admitirlo en un intercambio de saludos; más bien se supone que disimulará su malestar y lucirá la más amable sonrisa al contestar: “Estoy muy bien, gracias, ¿y usted?”. Sus auténticos sentimientos probablemente pasarán inadvertidos, no porque la sonrisa sea una máscara tan excelente, sino porque en esa clase de intercambios corteses a la gente rara vez le importa lo que siente el otro. Todo lo que pretende es que finja ser amable y sentirse a gusto. Es rarísimo que alguien se ponga a escrutar minuciosamente lo que hay detrás de esas sonrisas: en el contexto de los saludos amables, todo el mundo está habituado a pasar por alto las mentiras. Podría aducirse que no corresponde llamar mentiras a estos actos, ya que entre las normas implícitas de tales intercambios sociales está la notificación previa de que nadie transmitirá sus verdaderos sentimientos.
Otro de los motivos por los cuales la sonrisa goza de tanta popularidad como máscara es que constituye la expresión facial de las emociones que con mayor facilidad puede producirse a voluntad. Mucho antes de cumplir un año, el niño ya sabe sonreír en forma deliberada; es una de sus más tempranas manifestaciones tendentes a complacer a los demás. A lo largo de toda la vida social, las sonrisas presentan falsamente sentimientos que no se sienten pero que es útil o necesario mostrar. Pueden cometerse errores en la forma de evidenciar estas sonrisas falsas, prodigándolas demasiado o demasiado poco. También puede haber notorios errores de oportunidad, dejándolas caer mucho antes de la palabra o frase a la que deben acompañar, o mucho después. Pero en sí mismos los movimientos que llevan a producir una sonrisa son sencillos, lo que no sucede con la expresión de todas las demás emociones.
A la mayoría de la gente, las emociones que más les cuesta fraguar son las negativas. Mi investigación revela que la mayor parte de los sujetos no son capaces de mover de forma voluntaria los músculos específicos necesarios para simular con realismo una falsa congoja o un falso temor. El enojo y la repulsión no vivenciados pueden desplegar- se con algo más de facilidad, aunque se cometen frecuentes equivocaciones. Si la mentira exige falsear una emoción negativa en lugar de una sonrisa, el mentiroso puede verse en aprietos. Hay excepciones: Hitler era, evidentemente, un actor superlativo, dotado de una gran capacidad para inventar convincentemente emociones falsas. En una entrevista con el embajador inglés se mostró terriblemente enfurecido, gritó que así no se podía seguir hablando y se fue dando un portazo; un oficial alemán presente en ese momento contó más adelante la escena de este modo: “Apenas había cerrado estrepitosamente la puerta que lo separaba del embajador, lanzó una carcajada, se dio una fuerte palmada en el muslo y exclamó: ‘¡Chamberlain no sobrevivirá a esta conversación! Su gabinete caerá esta misma noche’“
OTRAS FORMAS DE MENTIRA
Además del ocultamiento y el falseamiento, existen muchas otras maneras de mentir. Ya sugerí una al referirme a lo que podría hacer Ruth, el personaje de Updike, para mantener engañado a su marido a pesar del pánico. En vez de ocultar este último, cosa difícil, podría reconocerlo pero mentir en lo tocante al motivo que lo había provocado.
Otra técnica parecida consiste en decir la verdad de una manera retorcida, de tal modo que la víctima no la crea. O sea, decir la verdad... falsamente. O también recurriendo, a propósito, a la exageración.
Un ardid semejante al de decir falsamente una verdad es ocultarla a medias. Se dice la verdad, pero sólo de manera parcial. Una exposición insuficiente, o una que deja fuera el elemento decisivo, permite al mentiroso preservar el engaño sin decir de hecho nada que falte a la verdad.
Otra técnica que permite al mentiroso evitar decir algo que falte a la verdad es la evasiva por inferencia incorrecta. El columnista de un periódico describió humorísticamente cómo es posible apelar a ella para resolver el conocido intríngulis de tener que emitir una opinión ante la obra de un amigo cuando esa obra a uno no le gusta. Supongamos que es el día de la inauguración de su exposición de cuadros. Uno piensa que los cuadros de su amigo son un espanto, pero hete aquí que antes de poder deslizarse hacia la puerta de salida nuestro amigo viene a estrecharnos la mano y sin demora nos pregunta qué opinamos:
“‘Oh, Jerry’ —le contestaremos (suponiendo que nuestro artista se llame Jerry), y mirándolo fijo a los ojos como si estuviéramos embargados por la emoción, añadiremos: —‘¡Jerry, Jerry, Jerry!’. "te la comistes"

No hay que soltarle la mano en todo este tiempo ni dejar de mirarlo fijo. Hay un 99 por ciento de probabilidades de que Jerry finalmente se libere de nuestro apretón de mano, farfulle una frase modesta y siga adelante... Claro que hay variantes. Por ejemplo, adoptar el tono altanero de un crítico de arte y la tercera persona gramatical invisible, y dividiendo en dos etapas la declaración, decir: ‘Jerry. Jerry. ¿Qué podría uno decir’?’ O bajando el tono de voz, más equívocamente: ‘Jerry... No encuentro palabras’. O con un poquito más de ironía: ‘Jerry: todo el mundo, todo el mundo, habla de ti’ “.
La virtud de esta estratagema, como la de la verdad a medias o la de decir la verdad falsamente, consiste en que el mentiroso no se ve forzado a faltar en modo alguno a la verdad. Sin embargo, considero que éstas son mentiras de todas maneras, porque hay un propósito deliberado de despistar al destinatario sin darle ninguna notificación previa.
Algún aspecto del comportamiento del mentiroso puede traicionar estas mentiras. Existen dos clases de indicios del engaño: un error puede revelar la verdad, o bien puede sugerir que lo dicho o lo hecho no es cierto sin por ello revelar qué es lo cierto. Cuando por error un mentiroso revela la verdad, yo lo llamo autodelación; y llamo pista sobre el embuste a las características de su conducta que nos sugieren que está mintiendo pero no nos dicen cuál es la verdad. Si el médico de una paciente que miente nota que ella se retuerce las manos al mismo tiempo que le dice que se siente muy bien, tendrá una pista sobre su embuste, una razón para sospechar que ella le miente; pero no sabrá cómo se siente realmente —podría estar rabiosa por la mala atención que se le brinda en el hospital, o disgustada consigo misma, o temerosa por su futuro—, salvo que ella cometa una autodelación. Una expresión de su rostro, su tono de voz, un desliz verbal o ciertos ademanes podrían traslucir sus auténticos sentimientos.
Una pista sobre el embuste responde al interrogante de si el sujeto está o no mintiendo, pero no revela lo que él oculta: sólo una autodelación puede hacerlo. Con frecuencia, eso no importa. La pista sobre el embuste es suficiente cuando la cuestión es saber si la persona miente, más que saber qué es lo que oculta. En tal caso no se precisa ninguna autodelación. La información sustraída puede imaginarse, o no viene al caso. Si un gerente percibe, gracias a una pista de este tipo, que el candidato que se presentó para el cargo le está mintiendo, con eso le basta, y no necesita ninguna autodelación del candidato para tomar la decisión de no emplear en su empresa a un mentiroso.
Hay ocasiones en que la autodelación sólo proporciona una parte de la información que la víctima necesita conocer: transmite más que la pista sobre el embuste, pero no todo lo que se ha ocultado. Recordemos el episodio ya mencionado de Marry Me, de Updike. Ruth se vio presa del pánico porque no sabía cuánto había escuchado su esposo de la conversación telefónica que ella había mantenido con su amante. Cuando Jerry se dirigió a ella, tal vez Ruth hiciera algo que dejase traslucir su pánico (un temblor en los labios, un fugaz enarcamiento de las cejas). En ese contexto, un indicio tal sería suficiente para saber que estaba mintiendo, pues... ¿por qué otro motivo podría preocuparle que su esposo le hiciera esa pregunta? Ahora bien, dicha pista nada le diría a Jerry en cuanto a la mentira en sí, ni con quién estaba hablando ella. Jerry obtuvo parte de esa información porque la voz de Ruth la autodelató. Al explicarle por qué motivo no creía en lo que ella le había dicho sobre su interlocutor telefónico, Jerry le dice:
“—Fue por tu tono de voz.
—¿En serio? ¿Y cómo era?— ella quiso lanzar una risita nerviosa.
“El miró al aire, como si se tratase de un problema estético. Se veía cansado y con el cabello cortado al ras parecía más joven y más delgado.
“—-Era un tono distinto al de costumbre —dijo—» Era la voz de una mujer»
“—Eso es lo que soy: una mujer.
“—Pero conmigo usas una voz de chiquilla —continuó él”.
La voz que había usado Ruth no era la que usaría con una empleada de la escuela dominical, sino más bien con un amante. Ella trasunta que el engaño de Ruth probablemente esté referido a un asunto amoroso, aunque todavía no le dice a su marido cómo es toda la historia. Jerry no sabe aún si el idilio acaba de comenzar o está avanzado; tampoco sabe quién es el amante de su mujer. No obstante, sabe más de lo que habría podido averiguar con una pista sobre su embuste, que a lo sumo le habría informado que ella mentía.
EL TEMOR A SER ATRAPADO
En sus formas más moderadas, este temor, en vez de desbaratar las cosas, puede ayudar al mentiroso a no incurrir en equivocaciones al mantenerlo alerta. Si el temor es mayor, puede producir signos conductuales que el descubridor de mentiras avezado notará enseguida, y si es mucho mayor, el temor del mentiroso a ser atrapado da origen exactamente a lo que él teme. Si un mentiroso fuera capaz de calibrar cuál será su recelo a ser detectado en caso de embarcarse en un embuste, estaría en mejores condiciones para resolver si vale la pena correr el riesgo. Y aunque ya haya decidido correrlo, saber estimar qué grado de recelo a ser detectado podría llegar a sentir lo ayudará a programar medidas contrarrestantes a fin de reducir u ocultar su temor. Esta información puede serle útil, asimismo, al descubridor de mentiras: si prevé que un sospechoso tiene mucho temor de ser atrapado, estará muy atento a cualquier evidencia de ese temor.
Un padre que se ha mostrado suspicaz y desconfiado con su hijo y no le ha creído cuando le dijo la verdad, despertará temor en un chico inocente. Esto plantea un problema decisivo en la detección del engaño: es casi imposible diferenciar el temor a que no le crean del niño inocente, del recelo a ser detectado que siente el niño culpable: las señales de uno y otro serán las mismas.
Estos problemas no se presentan exclusivamente en el descubrimiento del engaño entre padre e hijo: siempre es difícil distinguir el temor del inocente a que no le crean, del recelo del culpable a ser detectado. Y la dificultad se agranda cuando el descubridor de la mentira tiene fama de suspicaz, de no haber aceptado sin más la verdad anteriormente. A éste le será cada vez más problemático distinguir aquel temor de este recelo. La práctica del engaño, así como el éxito reiterado en instrumentarlo, reducirá siempre el recelo a ser detectado. El marido que engaña a su esposa con la decimocuarta amante no se preocupará mucho porque lo atrape: ya tiene práctica suficiente, sabe lo que puede prever que sucederá y lo que tiene que encubrir; y lo que es más importante, sabe que puede salir airoso. La confianza en uno mismo aminora el recelo de ser descubierto. Por otra parte, un mentiroso que se propasa en su autoconfianza puede cometer errores por descuido; es probable que cierto recelo de ser detectado sea útil para todos los mentirosos.
El detector eléctrico de mentiras, o polígrafo, opera basándose en los mismos principios que la persona que quiere detectar mentiras a través de señales conductuales que las traicionen, y está sujeto a los mismos problemas. El polígrafo no detecta mentiras sino sólo señales emocionales. Sus cables le son aplicados al sospechoso a fin de medir los cambios en su respiración, sudor y presión arterial. Pero en sí mismos el sudor o la presión arterial no son signos de engaño: las palmas de las manos se humedecen y el corazón late con mayor rapidez cuando el individuo experimenta una emoción cualquiera. 
Por eso, antes de efectuar esta prueba, la mayoría de los expertos que utilizan el polígrafo tratan de convencer al sujeto de que el aparato nunca falla, y le administran lo que se conoce como una “prueba de estimulación”. La técnica más frecuente consiste en demostrarle al sospechoso que la máquina podrá adivinar qué naipe ha extraído del mazo. Se le hace extraer un naipe y después volver a ponerlo en el mazo; luego se le pide que conteste negativamente cada vez que el examinador le inquiere por un naipe en particular. Algunos expertos que emplean este aparato no cometen errores gracias a que desconfían de él, y utilizan un mazo de naipes marcados. Justifican la trampa basándose en dos argumentos: si el sospechoso es inocente, importa que él crea que la máquina es perfecta, pues de lo contrario tendría temor de que no le creyesen; si es culpable, importa que tenga recelo de ser atrapado, pues de lo contrario el aparato no operaría en verdad. La mayoría de los que utilizan el polígrafo no incurren en esta trampa contra sus sujetos, y confían en que el polígrafo sabrá decirles con exactitud cuál fue el naipe extraído.
Ocurre lo mismo que en "Pleito de Honor": el sospechoso tiene que estar persuadido de la habilidad del otro para descubrir su mentira. Los signos de que tiene temor serían ambiguos si no pudiesen disponerse las cosas de modo que únicamente el mentiroso tenga miedo, no el veraz Los exámenes con polígrafos no sólo fracasan porque algunos inocentes temen ser falsamente acusados o porque por algún otro motivo los perturba el hecho de ser sometidos a un examen, sino también porque algunos delincuentes no creen en la máquina mágica: saben que pueden burlarla, y por eso mismo se vuelve más probable que sean capaces de lograrlo.
Hasta ahora hemos visto de qué manera la fama del descubridor de mentiras puede influir en el recelo a ser detectado del mentiroso y en el temor a que no le crean del inocente. Otro factor que gravita en el recelo a ser detectado es la personalidad del mentiroso. Hay individuos a los que les cuesta mucho mentir, en tanto que otros lo hacen con pasmosa soltura. Se sabe mucho más de los que mienten con facilidad que de los que no pueden hacerlo. Algo pude descubrir sobre estos últimos en mi investigación sobre el ocultamiento de las emociones negativas.
Hay individuos que son especialmente recelosos de ser atrapados mintiendo; están convencidos de que todos los que los están mirando se darán cuenta de que miente, lo que se convierte en una profecía que termina por cumplirse
Hasta ahora he descrito dos factores determinantes del recelo a se detectado: la personalidad del mentiroso y, antes que esto, la fama y carácter del descubridor de la mentira. No menos importante es lo que está en juego al mentir. La regla es muy simple: cuanto más sea lo que está en juego, mayor será el recelo a ser detectado. Pero la aplicación de esta regla puede ser complicada, porque no siempre es sencillo averiguar qué es lo que está en juego.
El recelo a ser detectado será mayor si lo que está en juego es evitar un castigo, y no meramente ganar una recompensa.
Un engaño puede acarrear dos clases de castigo: el castigo que aguarda en caso de que la mentira falle y el que puede recibir el propio acto de mentir. Si están en juego ambos, será mayor el recelo a ser detectado. A veces el castigo en caso de que a uno lo descubran engañando es mucho peor que el castigo que deseaba evitar con su engaño. En ‘Pleito de honor’, el padre le comunicó a su hijo que ésa era la situación. Si el descubridor de mentiras puede hacerle saber con claridad al sospechoso, antes de interrogarlo, que su castigo por mentir será peor que el que se le imponga por su delito, tiene más probabilidades de disuadirlo de que mienta.
Pero aunque el transgresor sepa que el daño que sufrirá si se descubre su mentira será mayor que el que recibirá si admite su falta, mentir puede resultarle muy tentador, ya que confesar la verdad le provocará perjuicios inmediatos y seguros, en tanto que la mentira contiene en sí la posibilidad de evitar todo perjuicio. La perspectiva de eludir un castigo inmediato puede ser tan atrayente que el impulso que lo lleva a eso hace que el mentiroso subestime la probabilidad de ser atrapado, y el precio que ha de pagar en caso de serlo. El reconocimiento de que la confesión habría sido una mejor estrategia llega demasiado tarde, cuando el engaño se ha mantenido ya por tanto tiempo y con tantas argucias, que ni siquiera la confesión logra reducir el castigo.
Para sintetizar, el recelo a ser detectado es mayor cuando:
el destinatario tiene fama de no ser fácilmente engañable;
el destinatario se muestra suspicaz desde el comienzo;
el mentiroso carece de mucha práctica en el arte de mentir, y no ha tenido demasiados éxitos en esta materia;
el mentiroso es particularmente vulnerable al temor a ser atrapado;
lo que está en juego es mucho;
• hay en juego tanto una recompensa como un castigo; o bien, en el caso de que haya una sola de estas cosas en juego, es el castigo;
el castigo en caso de ser atrapado mintiendo es grande, o bien el castigo por lo que se intenta ocultar con la mentira es tan grande que no hay incentivo alguno para confesarla;
el destinatario de la mentira no se beneficia en absoluto con ella.

EL SENTIMIENTO DE CULPA POR ENGAÑAR
El sentimiento de culpa por engañar se refiere a una manera de sentirse respecto de las mentiras que se han dicho, pero no a la cuestión legal de si el sujeto es culpable o inocente. El sentimiento de culpa por engañar debe distinguirse del que provoca el contenido mismo del engaño. Supongamos que en Pleito de honor, Ronnie hubiese robado efectivamente el giro postal. Quizá tendría sentimientos de culpa por el robo en sí, se consideraría a si mismo una persona ruin por haber hecho eso Pero si además le ocultó el robo a su padre, podría sentirse culpable a raíz de haberle mentido: éste sería su sentimiento de culpa por engañar.
Algunos mentirosos no calibran como corresponde el efecto que puede tener en ellos que la víctima les agradezca el engaño en vez de reprochárselo, porque le parece que la está ayudando, o cómo se sentirán cuando vean que le echan a otro la culpa de su fechoría. Ahora bien: estos episodios pueden crear culpa a algunos, pero para otros son un estímulo, el aliciente que los lleva a considerar que la mentira vale la pena. Analizaré esto más adelante bajo el título del deleite que provoca embaucar a alguien. Otra razón de que los mentirosos subestimen el grado de culpa por engañar que pueden llegar a sentir es que sólo después de transcurrido un tiempo advierten que una sola mentira tal vez no baste, que es menester repetirla una y otra vez, a menudo con intenciones más y más elaboradas, para proteger el engaño primitivo.
La vergüenza es otro sentimiento vinculado a la culpa, pero existe entre ambos una diferencia cualitativa. Para sentir culpa no es necesario que haya nadie más, no es preciso que nadie conozca el hecho, porque la persona que la siente es su propio juez. No ocurre lo mismo con la vergüenza. La humillación que la vergüenza impone requiere ser reprobado o ridiculizado por otros. Si nadie se entera de nuestra fechoría, nunca nos avergonzaremos de ella, aunque sí podemos sentirnos culpables. Por supuesto, es posible que coexistan ambos sentimientos. La diferencia entre la vergüenza y la culpa es muy importante, ya que estas dos emociones pueden impulsar a una persona a actuar en sentidos contrarios. El deseo de aliviarse de la culpa tal vez la mueva a confesar su engaño, en tanto que el deseo de evitar la humillación de la vergüenza tal vez la lleve a no confesarlo jamás.
Supongamos que en Pleito de honor, Ronnie había robado el dinero y se sentía enormemente culpable por ello y también por haberle ocultado el hecho a su padre. Quizá desease confesarlo para aliviar sus torturantes remordimientos, pero la vergüenza que le da la presumible reacción de su padre lo detenga. Recordemos que para estimularlo a confesar, su padre le ofrece perdonarlo: no habrá castigo si confiesa. Reduciendo el temor de Ronnie al castigo, aminorará su recelo a ser detectado, pero para conseguir que confiese tendrá que reducir también su vergüenza. Intenta hacerlo diciéndole que lo perdonará, pero podría haber robustecido su argumentación, y aumentado la probabilidad de la confesión, añadiendo algo parecido a lo que le dijo al supuesto asesino el interrogador que cité páginas atrás. El padre de Ronnie podría haberle insinuado, por ejemplo: “Comprendo que hayas robado. Yo habría hecho lo mismo de encontrarme en una situación como ésa, tan tentadora. Todo el mundo comete errores en la vida y hace cosas que luego comprueba que han sido equivocadas. A veces, uno simplemente no puede dejar de hacerlo”.
 No habrá jamás mucha culpa por el engaño cuando el engañador no comparte los mismos valores sociales que su víctima. Un individuo se siente poco o nada culpable por mentirle a otros a quienes considera pecadores o malévolos. Un marido cuya esposa es frígida o no quiere tener relaciones sexuales con él no se sentirá culpable de buscarse una amante. Un revolucionario o un terrorista rara vez sentirán culpa por engañar a los funcionarios oficiales.
En la mayoría de estos ejemplos la mentira ha sido autorizada: cada uno de estos sujetos apela a una norma social bien definida que confiere legitimidad al hecho de engañar al opositor. Muy poca es la culpa que se siente en tales engaños autorizados cuando los destinatarios pertenecen al bando opuesto y adhieren a valores diferentes; pero también puede existir una autorización a engañar a individuos que no son opositores, sino que comparten iguales valores que el engañador. 
Los médicos no se sienten culpables de engañar a sus pacientes si piensan que lo hacen por su bien. Un viejo y tradicional engaño médico consiste en darle el paciente un placebo, una píldora con glucosa, al mismo tiempo que le miente que ése es el medicamento que necesita. Muchos facultativos sostienen que esta mentira está justificada si con ella el paciente se siente mejor, o si deja de molestar al médico pidiéndole un medicamento innecesario que hasta lo puede dañar. El juramento hipocrático no exige ser sincero con el paciente: se supone que lo que debe hacer el médico es aquello que más puede ayudar a éste. El sacerdote que reserva para sí la confesión que le ha hecho un criminal cuando la policía le pregunta si sabe algo al respecto no ha de sentir sentimiento de culpa por engañar: sus propios votos religiosos autorizan dicho engaño, que no lo beneficia a él sino al delincuente, cuya identidad permanecerá desconocida.
(Si bien de un. 30 a un 40 % de los pacientes a quienes se administra placebos obtienen alivio a sus padecimientos, algunos profesionales de la medicina y filósofos sostienen que el uso de placebos daña la confianza en el médico y allana el camino para otros engaños posteriores más peligrosos. Véase Lindsey Gruson, “Use of Placebos Being Argued on Ethical Grounds”, New York Times, 13 de febrero de 1983, pág. 19, donde se analizan los dos aspectos de esta cuestión y se brindan referencias bibliográficas).
Los mentirosos que actúan presuntamente llevados por el altruismo quizá no adviertan, o no admitan, que con frecuencia ellos también se benefician con su engaño. Un veterano vicepresidente de una compañía de seguros norteamericana explicaba que decir la verdad puede ser innoble si está envuelto el yo de otra persona. “A veces es difícil decirle a alguien: ‘No, mire, usted jamás llegará a ser presidente de la empresa’ “. La mentira no sólo evita herir los sentimientos del sujeto en cuestión, sino que además le ahorra problemas a quien la dice: sería duro tener que habérselas con la decepción del así desengañado, para no hablar de la posibilidad de que inicie una protesta contra el que lo ha desengañado considerándolo responsable de tener una mala opinión de él. La mentira, pues, los auxilia a ambos. 
Desde luego, alguien podría decir que ese sujeto se ve perjudicado por la mentira, se ve privado de información que, por más que sea desagradable, lo llevaría tal vez a mejorar su desempeño o a buscar empleo en otra parte. Análogamente, podría aducirse que el médico que da un placebo, si bien obra por motivos altruistas, también gana con su engaño: no debe afrontar la frustración o desilusión del paciente cuando éste comprueba que no hay remedio para el mal que padece, o con su ira cuando se da cuenta de que su médico le da un placebo porque lo considera un hipocondríaco. Nuevamente, es debatible si en realidad la mentira beneficia o daña al paciente en este caso.
Sea como fuere, lo cierto es que existen mentiras altruistas de las que el mentiroso no saca provecho alguno —el sacerdote que oculta la confesión del criminal, la patrulla de rescate que no le dice al niño de once años que sus padres murieron en el accidente—. Si un mentiroso piensa que su mentira no lo beneficia en nada, probablemente no sentirá ningún sentimiento de culpa por engañar
Pero incluso los engaños movidos por motivos puramente egoístas pueden no dar lugar a ese sentimiento de culpa si la mentira está autorizada. Los jugadores de póquer no sienten culpa por engañar en el juego, como tampoco lo sienten los mercaderes de una feria al aire libre del Medio Oriente, o los corredores de bolsa de Wall Street, o el agente de la empresa inmobiliaria de la zona. En un artículo publicado en una revista para industriales se dice acerca de las mentiras: “Tal vez la más famosa de todas sea ‘Esta es mi última oferta’, pese a que esta frase falsa no sólo es aceptada, sino esperada, en el mundo de los negocios. (...) Por ejemplo, en una negociación colectiva nadie supone que el otro va a poner sus cartas sobre la mesa desde el principio”. El dueño de una propiedad que pide por ella un precio superior al que realmente está dispuesto a aceptar para venderla no se sentirá culpable si alguien le paga ese precio más alto: su mentira ha sido autorizada. Dado que los participantes en negocios como los mencionados o en el póquer suponen que la información que se les dará no es la verdadera, ellos no se ajustan a mi definición de mentira: por su propia naturaleza, en estas situaciones se suministra una notificación previa de que nadie dirá la verdad de entrada. Sólo un necio revelará, jugando al póquer, qué cartas le han tocado, o pedirá el precio más bajo posible por su casa cuando la ponga en venta.
El sentimiento de culpa por engañar es mucho más probable cuando la mentira no está autorizada; será grave si el destinatario como supone que será engañado porque lo que está autorizado entre él y el mentiroso es la sinceridad. En estos engaños oportunistas, el sentimiento de culpa que provoca el mentir será tanto mayor si el destinatario sufre un perjuicio igual o superior al beneficio del mentiroso. Pero aun así, no habrá mucho sentimiento de culpa por engañar (si es que hay alguno) si ambos no comparten valores comunes. La jovencita que le oculta a sus padres que fuma marihuana no sentirá ninguna culpa si piensa que los padres son lo bastante tontos como para creer que la droga hace daño, cuando a ella su experiencia le dice que se equivocan. Si además piensa que sus padres son unce hipócritas, porque se emborrachan a menudo pero a ella no le permiten entretenerse con su droga predilecta, es menor aran la probabilidad de que se sienta culpable. Por más que discrepe con sus padres respecto del consumo de marihuana, así como de otras cuestiones, si sigue teniéndoles cariño y se preocupa por ellos puede sentirse avergonzada de que descubran sus mentiras. La vergüenza implica cierto grado de respeto por aquellos que reprueban la conducta vergonzante; de lo contrario, esa reprobación genera rabia o desdén, pero no vergüenza.
Los mentirosos se sienten menos culpables cuando sus destinatarios son impersonales o totalmente anónimos. La clienta de una tienda de comestibles que le oculta a la supervisora que la cajera le cobró de menos un artículo caro que lleva en su carrito sentirá menos culpa si no conoce a esa supervisora; pero si ésta es la dueña del negocio, o si se trata de una pequeña tienda atendida por una familia y la supervisora es una integrante de la familia, la dienta mentirosa sentirá más culpa que en un gran supermercado. Cuando el destinatario es anónimo o desconocido es más fácil entregarse a la fantasía, reductora de culpa, de que en realidad él no se perjudica en nada, o de que no le importa, o ni siquiera se dará cuenta de la mentira, o incluso quiere o merece ser engañado.
Con frecuencia hay una relación inversa entre el sentimiento de culpa por engañar y el recelo a ser detectado: lo que disminuye el primero aumenta el segundo. Cuando el engaño ha sido autorizado, lo lógico sería pensar que se reducirá la culpa por engañar; no obstante, dicha autorización suele incrementar lo que está en juego, aumentando así el recelo a ser detectado. Si las estudiantes de enfermería se cuidaron al punto de tener miedo de fallar en mi experimento fue porque el ocultamiento que se les requería era importante para su carrera futura, o sea, había sido autorizado: tenían, pues, un gran recelo a ser detectadas y muy poco sentimiento de culpa por engañar. También el patrón que sospecha de que uno de sus empleados le está robando, y oculta tales sospechas con el objeto de sorprenderlo con las manos en la masa, probablemente sienta gran recelo a ser detectado y escaso sentimiento de culpa.
Los romances amorosos son otro caso de engaño benévolo, en que el destinatario coopera para ser engañado y ambos colaboran para mantener sus respectivas mentiras.

Shakespeare escribió:
“Cuando mi amada jura que está hecha de verdades,
le creo, aunque sé muy bien que miente,
para que me suponga un jovencito inculto
que desconoce las falsas sutilezas mundanas.
Mi vanidad imagina que ella me cree joven,
aun sabiendo que quedaron atrás mis días mejores,
y doy crédito a las falsedades que su lengua dice.
La verdad simple es suprimida de ambos lados.
¿Por qué razón ella no dice que es injusta?
¿Por qué razón yo no le digo que soy viejo?
Oh, porque el amor suele confiar en lo aparente,
y en el amor la edad no quiere ser medida en años.
Y así, miento con ella y ella miente conmigo,
y en nuestras faltas, somos adulados por mentiras”.
Para sintetizar, el sentimiento de culpa por engañar es mayor cuando:
el destinatario no está dispuesto a aceptar que lo engañen
el engaño es totalmente egoísta, y el destinatario no sólo no saca ningún provecho de él sino que pierde tanto o más que lo que gana quien lo engaña
el engaño no ha sido autorizado, y en esa situación lo autorizado es sinceridad
el mentiroso no ha engañado durante mucho tiempo
el mentiroso y su destinatario tienen ciertos valores sociales comunes
el mentiroso conoce personalmente a su destinatario
al destinatario no puede clasificárselo fácilmente como un ruin o un incauto
el destinatario tiene motivos para suponer que será engañado; más aún, el mentiroso procuró ganarse su confianza.
EL DELEITE DE EMBAUCAR A OTRO
Hasta ahora sólo he examinado los sentimientos negativos que pueden surgir cuando alguien miente: el temor a ser atrapado y la culpa por desorientar al destinatario. Pero el mentir puede dar lugar asimismo a sentimientos positivos. La mentira puede considerarse un logro que hace sentirse bien a quien la fabrica o que genera entusiasmo ya sea antes de decirla, cuando se anticipa la provocación que ella implica, o en el momento mismo de mentir, cuando el éxito aún no está asegurado. Después, puede experimentarse un alivio placentero, o bien orgullo por lo que se ha hecho, o presuntuoso desdén hacia la víctima. El deleite por embaucar alude a todos estos sentimientos o a algunos de ellos; si no se los oculta, traicionarán el engaño. Un ejemplo inocente de deleite por embaucar es el que se siente cuando uno quiere hacerle una broma a un amigo ingenuo y la broma cobra la forma de un engaño. El bromista tendrá que ocultar el placer que extrae de eso, por más que lo haya hecho fundamentalmente para mostrarle a los demás con qué habilidad logró tomar desprevenido al incauto.
Hay gente más propensa que otra a sentir deleite por engañar. Ningún científico ha estudiado hasta la fecha a esta gente, ni siquiera ha verificado su existencia; sin embargo, parece obvio que a determinadas personas les gusta jactarse más que a otras, y que los fanfarrones son más vulnerables que el resto a caer en las redes de su deleite por la mofa.
Para sintetizar, el deleite por el engaño es mayor cuando:
el destinatario plantea un desafío por tener fama de ser difícil de engañar;
la mentira misma constituye un desafío, ya sea por la naturaleza de lo que debe ocultarse o de lo que debe inventarse;
otras personas observan o conocen el engaño y valoran la habilidad con que se lleva a cabo.
Tanto la culpa como el temor y el deleite pueden evidenciarse en la expresión facial, la voz, los movimientos del cuerpo, por más que el mentiroso se afane por ocultarlo. Aun cuando no exista una autodelación de carácter no verbal, el empeño por impedir que se produzca puede dar lugar a una pista sobre el embuste.

DETECTAR MENTIRAS NO ES SIMPLE PARA ALGUNOS
La gente mentiría menos si supusiese que existe un signo seguro del mentir, pero no existe. No hay ningún signo del engaño en sí, ningún ademán o gesto, expresión facial o torsión muscular que en y por sí mismo signifique que la persona está mintiendo. Sólo hay indicios de que su preparación para mentir ha sido deficiente, así como indicios de que ciertas emociones no se corresponden con el curso general de lo que dice. Estos son las autodelaciones y las pistas sobre el embuste. El cazador de mentiras debe aprender a ver de qué modo queda registrada una emoción en el habla, el cuerpo y el rostro humanos, qué huellas pueden dejar a pesar de las tentativas del mentiroso por ocultar sus sentimientos, y qué es lo que hace que uno se forme falsas impresiones emocionales. Descubrir el engaño exige asimismo comprender de qué modo estas conductas pueden revelar que el mentiroso va armando su estrategia a medida que avanza.
Detectar mentiras no es simple. Uno de los problemas es el cúmulo de información; hay demasiadas cosas que tener en cuenta a la vez, demasiadas fuentes de información: palabras, pausas, sonido de la voz, expresiones, movimientos de la cabeza, ademanes, posturas, la respiración, el rubor o el empalidecimiento, el sudor, etc. Y todas estas fuentes pueden transmitir la información en forma simultánea o superpuesta, rivalizando así por la atención del cazador de mentiras. Por fortuna, éste no necesita escrutar con igual cuidado todo lo que puede ver y oír. No toda fuente de información en el curso de un diálogo es confiable; algunas autodelatan mucho más que otras. Lo curioso es que la mayoría de la gente presta mayor atención a las fuentes menos fidedignas (las palabras y las expresiones faciales), y por ende se ve fácilmente desorientada.
Las palabras pueden ensayarse una y otra vez antes de decirlas. Además, el hablante tiene con respecto a ellas una realimentación permanente, pues oye lo que él mismo dice y puede por ende ir afinando su mensaje. La realimentación recibida por los canales del rostro, la voz y el cuerpo es mucho menos precisa.
Después de las palabras, lo que más atrae la atención de los otros es el rostro. Suelen hacerse comentarios de este tipo sobre el aspecto que presenta el rostro de alguien: “¡Pon otra cara! ¡Con esa mirada asustas!” “¿Por qué no sonríes al decir eso?” “¡No me mires de esa manera, insolente!” Si el rostro humano recibe tanta atención, ello se debe en parte a que es la marca y el símbolo del ser personal, nuestra principal señal para distinguir a un individuo de otro. Los rostros son iconos a los que se rinde homenaje en retratos colgados de las paredes, apoyados sobre la mesilla de noche o el escritorio y portados en carteras y maletas) Investigaciones recientes han probado que hay un sector del cerebro especializado en el reconocimiento de los rostros.
La gente les presta atención también por otros motivos: la cara es la sede primordial del despliegue de las emociones. Junto con la voz, puede decirle al que escucha cuáles son los sentimientos del que habla acerca de lo que dice... pero no siempre se lo dice con exactitud, ya que el rostro puede mentir sobre los sentimientos. Si hay dificultad para escuchar al hablante, uno se ayuda observando sus labios para figurarse lo que está enunciando. Por otro lado, el rostro ofrece una importante señal para saber si la conversación puede seguir adelante: todo hablante espera que su oyente lo escuche realmente, y por eso lo mira permanentemente, aunque esta señal no es muy confiable: oyentes corteses pero aburridos seguirán mirando fijamente mientras su mente vaga por otro lado. Los oyentes suelen alentar al hablante con movimientos de cabeza e interjecciones del tipo “¡ajá!... pero también esto puede fingirse.
Por lo común, los mentirosos vigilan y procuran controlar sus palabras y su semblante más que su voz y el resto del cuerpo, pues saben que los demás centrarán su interés en los primeros. Y en ese control, tendrán más éxito con las palabras que con el semblante: es más sencillo falsear las palabras que la expresión facial, precisamente porque, como dijimos antes, las palabras pueden ensayarse mejor. También es más fácil en este caso el ocultamiento, la censura de todo lo que pudiera delatar la mentira. Es fácil saber lo que uno mismo está diciendo, mucho más difícil saber lo que el propio rostro muestra. La precisa y neta realimentación que brinda oír las propias palabras sólo podría tener un paralelo en pronunciarlas con un espejo permanentemente delante, que pusiera de manifiesto cada expresión facial. Si bien existen sensaciones del rostro que podrían proporcionar alguna información acerca de los músculos que se mueven o se tensionan, mis estudios revelaron que la mayoría de la gente no hace uso de dicha información. Muy pocos se dan cuenta de las expresiones que surgen en sus rostros, salvo cuando éstas se vuelven extremas.
Hay otra razón, más importante, de que el rostro brinde más indicios sobre el engaño que las palabras, y es que él está directamente conectado con zonas del cerebro vinculadas a las emociones, en tanto que no sucede lo propio con las palabras. Cuando se suscita una emoción, hay músculos del rostro que se activan involuntariamente; sólo mediante el hábito o por propia decisión consciente aprende la gente a detener tales expresiones y a ocultarlas, con éxito variable. Las expresiones faciales que aparecen primitivamente junto con una emoción no se eligen en forma deliberada, salvo que sean falsas. Las expresiones faciales constituyen un sistema dual, voluntario e involuntario, que miente y dice la verdad, a menudo al mismo tiempo. De ahí que sean tan complejas y fascinantes, y provoquen tantas confusiones. Más adelante explicaré mejor la base neurológica de la distinción entre expresiones voluntarias e involuntarias.
La gente siempre se sorprende cuando escucha por primera vez su propia voz en un magnetófono, ya que la auto- verificación de la voz sigue en parte vías de conducción óseas, que la hacen sonar diferente.
El cuerpo es otra buena fuente de autodelaciones y de pistas sobre el embuste. A diferencia de lo que ocurre con el rostro o la voz, la mayoría de los movimientos del cuerpo no están conectados en forma directa con las regiones del cerebro ligadas a las emociones. Por otra parte, su inspección no tiene por qué plantear dificultades. Una persona puede sentir lo que hace su cuerpo, y a m verlo, Ocultar los movimientos del cuerpo podría ser mucho más sencillo que ocultar las expresiones faciales o las alteraciones en la voz debidas a una emoción. Pero lo cierto es que la mayoría de la gente no se cuida de ello; a lo largo de su educación aprendieron que no era necesario. Es raro que a una persona se le atribuya la autoría de lo que revelan sus acciones corporales. El cuerpo autodelata porque no se le da importancia: todo el mundo está muy preocupado en observar el rostro y en evaluar las palabras pronunciadas.
Aunque todos sabemos que las palabras pueden ser falsas, mi investigación ha comprobado que solemos creer en las palabras de los demás... y a menudo quedamos chasqueados. No estoy sugiriendo que no le prestemos ninguna atención a las palabras. Es cierto que se cometen errores verbales que pueden obrar como autodelaciones o pistas sobre el embuste; y si no existen tales errores, con frecuencia lo que traiciona una mentira es la discrepancia entre el discurso verbal y lo que se pone de manifiesto en la voz, el rostro y el resto del cuerpo. Pero la mayor parte de los indicios sobre el engaño que presentan la voz, el rostro y el resto del cuerpo son ignorados o mal interpretados, como pude comprobar en una serie de estudios en los que pe algunas personas que juzgaran a otras basándose en lo que veían de éstas en una cinta de vídeo.
Los sujetos filmados fueron las estudiantes de enfermería a que aludí anteriormente, quienes mentían o decían la verdad acerca de lo que habían sentido al mirar una película. Recordemos que en las entrevistas “sinceras” habían visto un grato documental con escenas de playa, y se les había indicado que manifestasen francamente sus sentimientos, en tanto que en las entrevistas “insinceras” habían visto una película con escenas médicas horrorosas, y la consigna fue que convencieran al entrevistador de que también en ese caso estaban asistiendo a la proyección de un hermoso film sobre jardines floridos. El entrevistador no sabía cuál de las dos películas estaba viendo la estudiante en ese momento. Las estudiantes se empeñaron en descaminar al entrevistador porque era mucho lo que estaba en juego; suponían que nuestro experimento era una prueba para determinar hasta qué punto eran capaces de controlar sus reacciones emocionales en sala de guardia o en el quirófano.
En nuestro estudio con las cintas de vídeo, mostramos a algunos sujetos sólo el rostro de estas estudiantes, a otros sólo el cuerpo, a otros les hicimos escuchar sus palabras después de haberlas pasado por un filtro qué las volvía ininteligibles pero dejando intacta su cualidad sonora; al resto les hicimos escuchar o leer las palabras que realmente habían dicho. Todos los sujetos vieron en la cinta de vídeo a las mismas estudiantes.
No sólo nos interesaba averiguar cuál era la fuente preferida de autodelación (el rostro, el cuerpo, la voz, las palabras), sino además silos sujetos suspicaces acertaban más que aquellos otros que no suponían que podía engañárselos. Para ello dividimos en dos grupos a quienes iban a ver u oír las cintas de video; a unos los volvimos suspicaces contándoles algo por adelantado sobre las personas a quienes iban a ver u oír, en tanto que a los otros los mantuvimos crédulos. A estos últimos no les dijimos absolutamente nada sobre el experimento que se estaba llevando a cabo, no les mencionamos para nada que pudiera haber un engaño o mentira: simplemente les comentamos que iban a ver u oír a ciertas personas relatar sus impresiones sobre una película que veían en ese momento. Para no despertar sus sospechas, incluimos la opinión que tenían que formular acerca de la sinceridad de esas personas dentro de una larga lista de otras opiniones que se les pedían, sobre si les parecían cordiales, extravertidas, dominantes, torpes, tranquilas, etc.
Aunque unas pocas estudiantes de enfermería eran muy malas mentirosas y fueron fácilmente detectadas, la mayoría de ellas logró engañar a los sujetos crédulos, en particular a los que sólo vieron su rostro o escucharon sus palabras, quienes los consideraron sinceros, cuando en realidad, en la mayoría de los casos mentían. Los suspicaces no lo hicieron mucho mejor. A éstos se les relataron toda las instrucciones que se les había dado a las estudiantes para el experimento, y se les dijo que debían evaluar únicamente si eran sinceros o no. Muy pocos tuvieron un éxito mayor que el que se tendría al azar para identificar a los mentirosos. El mayor éxito fue el de quienes vieron sólo los movimientos corporales de las estudiantes, pero incluso en este caso, sólo acertaron en un 65 % de sus juicios, y al azar habrían acertado en un 50 %. Unos pocos sujetos tuvieron un excelente desempeño, identificando con precisión al 85 % de los mentirosos. Algunos de estos agudos jueces eran psicoterapeutas de mucha experiencia y con fama de ser muy buenos clínicos. Algunos otros eran simplemente personas de extraordinaria sensibilidad que se dedicaban a otras profesiones.
El más cuidadoso de los engañadores puede, empero, ser traicionado por lo que Sigmund Freud denomina un “desliz verbal”. En su libro Psicopatología de la vida cotidiana, Freud mostró que los actos fallidos de la vida diaria —como los deslices verbales, el olvido de nombres propios conocidos, los errores en la lectura o en la escritura— no eran accidentales sino que eran sucesos plenos de significado, que revelaban conflictos psicológicos internos. Un acto fallido de este tipo expresa “aquello que no se quería decir; se vuelve un medio de traicionarse a sí mismo”. Aunque a Freud no le interesó estudiar en particular los casos de engaño, en uno de sus ejemplos muestra cómo un desliz delata una mentira.
En otro lugar dice Freud que “la sofocación del propósito ya presente de decir algo es la condición indispensable para que se produzca un desliz en el habla» . Dicha “sofocación” o supresión podría ser delibera da si el hablante estuviera mintiendo, pero a Freud le interesaban los casos en que el hablante no se percataba de ella. Una vez producido el desliz, el sujeto puede reconocer lo que ha sofocado, o quizá ni siquiera entonces tome conciencia de ello.
Sospecho que tampoco en el futuro se descubrirán muchas más en este campo. Ya dije que es muy fácil para un embustero ocultar y falsear palabras, por más que de tanto en tanto se le escape algún error —errores de descuido, deslices verbales, peroratas enardecidas o circunloquios y evasivas—.
ACERCA DE LA VOZ
Entendemos por “la voz” todo lo que incluye el habla aparte de las palabras mismas. Los indicios vocales más comunes de un engaño son las pausas demasiado largas o frecuentes. La vacilación al empezar a hablar, en particular cuando se debe responder a una pregunta, puede suscitar sospechas, así como otras pausas menores durante el discurso si son frecuentes. Otras pistas las dan ciertos errores que no llegan a formar palabras, como algunas interjecciones (“¡Ah!“, “¡ooooh!” “esteee”...”), repeticiones (“Yo, yo, yo quiero decir en realidad que...”) y palabras parciales (“En rea-realidad me gusta”).
El signo vocal de la emoción que está más documentado es el tono de la voz. En un 70 %, aproximadamente, de los sujetos estudiados, el tono se eleva cuando están bajo el influjo de una perturbación emocional. Probablemente esto sea más válido cuando dicha perturbación es un sentimiento de ira o de temor, ya que algunos datos, aunque no definitivos, muestran que el tono baja con la tristeza o el pesar. Y aún no han podido averiguar los científicos si el tono de la voz cambia o no en momentos de entusiasmo, angustia, repulsa o desdén. Otros signos de la emoción, no tan bien demostrados pero sí prometedores, son la mayor velocidad y volumen de la voz cuando se siente ira o temor, y la menor velocidad y volumen cuando se siente tristeza. Es previsible que haya avances respecto de la medicación de otras características de la voz, como el timbre, el espectro de la energía vocal en distintas bandas de frecuencia, y las alteraciones vinculadas al ritmo respiratorio.
Un tono más elevado no es signo de engaño; es signo de temor o rabia, quizá también de excitación. En nuestro experimento, un signo de esas emociones dejaba traslucir que la estudiante no estaba, como decía, tan contenta por las hermosas flores que veía en la película. Pero es peligroso interpretar cualquiera de los signos vocales de emoción como evidencia de estar ante un engaño. Una persona veraz a quien le preocupa que no le crean lo que dice puede, por ese temor, tener el mismo tono elevado de la voz que un mentiroso por su temor a ser atrapado. El problema, para el cazador de mentiras, es que no sólo los mentirosos se emocionan, también los inocentes lo hacen de vez en cuando. Al examinar cómo puede confundirse un cazador de mentiras en su interpretación de otros indicios potenciales del engaño, me referiré a esto como el "error de Otelo"; explicaré en detalle este error, y las medidas que pueden tomarse para resguardarse de él, más adelante. Por desgracia, no es sencillo evitarlo. Las alteraciones de la voz que pueden traicionar un engaño son asimismo vulnerables al riesgo de Brokaw (no tener en cuenta las diferencias individuales en la conducta emocional), que hemos mencionado con respecto a las pausas y circunloquios en el habla.
NO HAY INDICIOS SEGUROS
Ambos errores provienen de soslayar las diferencias existentes en la expresividad emocional de los individuos. El cazador de mentiras será propenso a caer en errores si no conoce la conducta emocional habitual del sospechoso.
No existe ningún indicio del engaño que sea válido para todos los seres humanos pero los diferentes indicios, ya sea en forma individual o combinados, pueden ayudar a evaluar a la mayor parte de los sujetos.
A ningún adulto hay que enseñarle el vocabulario de los emblemas: todos saben cuáles de ellos son puestos de manifiesto por los integrantes de su propia cultura. Lo que sí necesitan saber muchos adultos es que los emblemas pueden producirse como deslices. Si los cazadores de mentiras no están alerta ante esta posibilidad, dichos deslices emblemáticos les pasarán inadvertidos porque son fragmentarios o porque se ejecutan fuera de la posición de presentación.
Otro tipo de movimiento corporal que puede ofrecer pistas sobre el embuste son las ilustraciones. A menudo se confunden las ilustraciones con los emblemas, pero importa distinguirlos porque estas dos clases de movimientos corporales pueden alterarse en sentidos opuestos cuando se miente: los deslices emblemáticos aumentarán, mientras que las ilustraciones normalmente disminuirán.
Se las llama así porque ilustran o ejemplifican lo que se dice. Hay muchos modos de hacerlo: enfatizar una palabra o una frase, como si se la acentuara al enunciarla o si se la subrayara al escribirla, seguir el curso del pensamiento con la mano en el aire, como si se estuviera dibujando en el espacio o se quisiera repetir o amplificar con una acción lo que se está diciendo. Habitualmente las ilustraciones se realizan con las manos, aunque también participan, para dar énfasis, las cejas y los párpados superiores... y todo el tronco o hasta el cuerpo entero puede aportar algo.
Las ilustraciones se utilizan para explicar mejor ciertas ideas que no pueden transmitirse fácilmente con palabras. Comprobamos que era más probable que un sujeto ilustrase lo que decía cuando le pedíamos que nos definiera una trayectoria en zigzag que cuando le pedíamos que nos definiera una silla; también era más probable que lo hiciera si le pedíamos que nos indicara cómo llegar hasta la oficina de correo más próximo, que si le pedíamos que nos explicara el motivo de su elección vocacional. Las ilustraciones se emplean, además, cuando alguien no encuentra una palabra. Chasquear los dedos o alzar la mano como para alcanzar algo en el aire parecen ser acciones que ayudan en estos casos, como si la palabra buscada flotase por encima del individuo’ y éste pudiera capturarla con ese movimiento. Estas ilustraciones de búsqueda de palabras le comunican al menos al otro individuo que su interlocutor no ha cesado esa búsqueda ni le ha cedido el uso de la palabra. Quizá las ilustraciones cumplan un papel de autoalimentación, ayudando a reunir los términos en un discurso coherente y razonable. A medida que nos sentimos más comprometidos con lo que estamos diciendo, más lo ilustramos; y tendemos a ilustrar más de lo acostumbrado cuando estamos furiosos, horrorizados, muy agitados, angustiados o entusiasmados.
Si un mentiroso no ha preparado su plan de antemano tendrá que obrar con cautela, considerando cuidadosamente cada palabra antes de decirla. Los engañadores que no han ensayado previamente y tienen poca práctica en una mentira en particular, o los que no prevén qué se les preguntará ni en qué momento, muestran una menor cantidad de ilustraciones. Pero aun cuando el mentiroso haya elaborado y ensayado bien su estrategia, sus ilustraciones pueden disminuir a causa de la interferencia de alguna emoción. Ciertas emociones, en especial el temor, obstaculizan la coherencia del discurso. La carga que significa controlar casi cualquier emoción fuerte distrae el proceso propio de enhebrar una a una las palabras. Si la emoción tiene que ocultarse y no sólo controlarse, y si es intensa, es probable que aun el mejor preparado de los mentirosos tenga dificultades para hablar, y sus ilustraciones menguarán.
El cazador de mentiras debe ser más prudente en la interpretación de las ilustraciones que de los deslices emblemáticos. Ya dijimos que las primeras están afectadas por el error de Otelo y el riesgo de Brokaw; los segundos, no. Si un cazador de mentiras nota una disminución de las ilustraciones, lo lógico es que antes descarte cualquier otra razón (aparte de la mentira) por la cual un individuo puede querer escoger con cuidado sus palabras. Respecto de los deslices emblemáticos no hay tanta ambigüedad; el mensaje transmitido suele ser lo suficientemente diferenciado como para poder interpretarlo fácilmente. Tampoco es necesario conocer de antemano al sospechoso para interpretar un desliz emblemático, ya que en y por sí misma la acción tiene sentido; en cambio, como los individuos varían enormemente entre sí en cuanto a su índice normal de ilustraciones empleadas, no puede emitirse juicio si no existe un patrón de comparación. Para interpretar las ilustraciones, como la mayoría de los otros índices de engaño, es n tener cierto trato previo con loe “ilustradores”. Es difícil descubrir un engaño en un primer encuentro: los deslices emblemáticos ofrecen una de las pocas posibilidades que existen para ello.

Debemos ahora abordar un tercer tipo de movimiento corporal, las manipulaciones, para alertar a los cazadores de mentiras que no caigan en el error de considerarlos signos de engaño. Hemos visto a menudo que ciertos descubridores de mentiras juzgan equivocadamente a una persona honesta porque pone de manifiesto manipulaciones. Si bien las manipulaciones pueden ser un signo de perturbación, no siempre lo son. Un aumento en la actividad manipuladora no es en absoluto una señal confiable de que hay engaño, aunque la gente suele creerlo.
Llamamos “manipulaciones” a todos aquellos movimientos en los que una parte del cuerpo masajea, frota, rasca, agarra, pincha, estruja, acomoda o manipula de algún otro modo a otra parte del cuerpo. Las manipulaciones pueden ser de muy corta duración o extenderse durante varios minutos. Las más breves parecen dotadas de algún propósito: ordenarse el cabello, sacarse una suciedad o un tapón de cera de dentro de la oreja, rascarse algún lugar del cuerpo. Otras, en especial las que duran mucho, no parecen tener finalidad alguna: enrollar y desenrollar infinitamente un haz de cabellos, frotarse un dedo contra el otro, dar golpes rítmicos con el pie contra el piso en forma indefinida. La mano es la manipuladora típica; pero puede ser receptora de la manipulación, como cualquier otra zona del cuerpo. Los receptores más comunes son el pelo, las orejas, la nariz, la entrepierna. Las acciones manipuladoras pueden también llevarlas a cabo una parte del rostro actuando contra otra (lengua contra mejilla, dientes que muerden leve mente el labio) o una pierna contra otra pierna. Hay objetos que pueden formar parte del acto manipulador: fósforos, lápices, un sujetapapeles, un cigarrillo.
Aunque a la mayoría de las personas se les enseñó al educarlas que no tenían que realizar en público estas acciones propias del cuarto de baño, lo cierto es que no aprendieron a detenerlas; sólo dejaron de darse cuenta de que las hacían. No es que sean del todo inconscientes de sus manipulaciones: cuando nos apercibimos de que alguien está observando una de \ nuestras acciones manipuladoras, de inmediato la interrumpimos, la moderamos o la disimulamos. A menudo encubrimos hábilmente con un ademán más amplio otro fugaz, aunque ni siquiera esta elaborada estrategia para ocultar una manipulación se hace muy a conciencia. Las manipulaciones están en el borde de lo consciente. La mayoría de las personas no pueden dejar de practicarlas durante mucho tiempo por más que lo intenten. Se han acostumbrado a manipularse.
LAS MENTIRAS Y EL SISTEMA NERVIOSO AUTÓNOMO
Hasta ahora hemos examinado las acciones corporales producidas por los músculos esqueléticos. También el sistema nervioso autónomo (SNA), o gran simpático, que regula las funciones vegetativas, da lugar a cambios notorios en el cuerpo cuando hay una activación emocional: en el ritmo respiratorio, en la frecuencia con que se traga saliva, en el sudor. (Los cambios producidos por el SNA que se registran en el rostro —como el rubor, el empalidecimiento y la dilatación de las pupilas). Estas alteraciones se caracterizan por producirse involuntariamente cuando hay alguna emoción, ser muy difíciles de inhibir y, por esto mismo, muy confiables como indicios del engaño.
El detector eléctrico de mentiras o polígrafo mide estas alteraciones derivadas del SNA, pero muchas de ellas son visibles y no exigen el uso de ningún aparato especial. Si un mentiroso tiene miedo, rabia, culpa o vergüenza, o si se siente particularmente excitado o angustiado, se incrementará su ritmo respiratorio, se alzará su caja torácica, tragará saliva con frecuencia y podrá verse u olerse su sudor. Durante décadas los psicólogos no han logrado ponerse de acuerdo sobre si a cada emoción le corresponde un conjunto bien definido de estos cambios corporales. La mayoría piensa que no: creen que sea cual fuere la emoción suscitada, el sujeto respirará más rápido, sudará y tragará saliva. Sostienen que los cambios en el funcionamiento del SNA marcan la intensidad de una emoción pero no nos dicen cuál es. Esta opinión contradice la experiencia de casi todos. Por ejemplo, las personas sienten sensaciones corporales distintas cuando están con miedo o cuando están con rabia. Según numerosos psicólogos, esto se debe a que interpretan en forma diferente el mismo conjunto de sensaciones corporales si tienen miedo o si tienen rabia, y no prueba que en sí misma varíe la actividad del SNA en uno u otro caso.
Mi investigación más reciente pone en tela de juicio este punto de vista. Si estoy en lo cierto y las alteraciones del SNA no son las mismas para todas las emociones sino que son específicas de cada una de ellas, esto podría tener gran importancia para detectar mentiras. Significaría que el cazador de mentiras podría descubrir, ya sea por medio del polígrafo o incluso hasta cierto punto, con sólo observar y escuchar al sospechoso, no sólo si éste siente alguna emoción en determinado momento, sino cuál siente: ¿está temeroso o enojado, siente tristeza o repulsión? Como explicaremos a continuación, esta información también puede obtenerse a partir de su rostro, pero las personas son capaces de inhibir gran parte de sus signos faciales, en tanto que el funcionamiento del SNA está mucho menos sujeto a la propia censura.
Hasta ahora sólo hemos dado a conocer una investigación sobre esto, y hay eminentes psicólogos que discrepan con nuestras afirmaciones. Se ha dicho que nuestros hallazgos son controvertibles, que no están bien fundamenta dos; pero entiendo que los datos que ofrecemos son sólidos y con el tiempo creo que serán aceptados por la comunidad científica.
La técnica para obtener muestras de emociones que cuenta con mayor popularidad ha sido la de pedir al sujeto que recuerde o imagine algo que le provoque miedo, por ejemplo. Digamos que el sujeto imagina que lo asaltan en la calle. El científico debe cerciorar de que además del miedo el individuo no siente algo d enojo contra el asaltante, o contra sí mismo por haber tenido miedo por haber sido tan estúpido como para no tomar en cuenta que corría peligro de ser asaltado. 
El mismo riesgo de que haya mezcla de diversas emociones en vez de emociones puras se presenta con todas las otras técnicas que tienden a suscitar emociones. Imaginemos que el científico ha resuelto suscitar miedo en el sujeto proyectándole una escena de la película de horror Psicosis, dirigida por Alfred Hitchcock, en la cual Tony Perkins ataca por sorpresa a Janet Leigh con un cuchillo cuando ella se está duchando. El sujeto podría sentir rabia hacia el científico por el terror que le quiere infundir, o hacia sí mismo por sentirlo, o hacia Tony Perkins por atacar a Janet Leigh; o la sangre que corre podría provocar su repulsa, o la acción misma dejarlo estupefacto, o angustiarse ante el sufrimiento de la actriz, etc. Repito: no es fácil pensar en un procedimiento por el cual pudieran extraerse muestras de emociones puras. La mayoría de los que estudiaron las alteraciones producidas por el SNA han supuesto (incorrectamente, a mi entender), que los sujetos efectivamente hacían lo que ellos le pedían en el momento en que se lo pedían, y podían producir sin dificultad las muestras de emociones puras desea das. No tomaban ninguna medida para verificar o garantizar que esas muestras fuesen realmente puras.
El segundo problema deriva de la necesidad ya mencionada de obtener estas reacciones en un laboratorio, y es una consecuencia de los efectos de la tecnología empleada en las investigaciones. La mayoría de los sujetos se cohíben al atravesar la puerta del cuarto experimental, cuando piensan en lo que harán con ellos, y esta cohibición aumenta más aún después. Para medir la actividad del SNA es preciso conectar cables a distintos lugares del cuerpo del sujeto; el solo hecho de controlar la respiración, el ritmo cardíaco, la temperatura de la piel y el sudor requiere muchas conexiones de ese tipo. A la mayor parte de los individuos les desagrada estar ahí preso de los cables, con los científicos que escrutan lo que ocurre en su cuerpo y a menudo con cámaras cinematográficas que registran toda alteración visible frente a ellos. Este desagrado o molestia es también una emoción, y en caso de generar alguna actividad en el SNA, los cambios producidos por ésta teñirán toda la muestra de emociones que el científico procura obtener. Quizá suponga, en un momento dado, que el sujeto está recordando un hecho temible, y en otro momento un suceso capaz de enfurecerlo, cuando lo que ocurre en realidad es que en ambos recuerdos el sujeto se ha sentido molesto. Ningún investigador ha tomado las medidas para reducir ese sentimiento de desagrado, ninguno ha verifica do que no arruinará sus muestras de emociones puras.
Mis colegas y yo suprimimos la molestia de los sujetos seleccionándolos entre actores profesionales. Los actores están habituados a ser examinados y escrutados, y no les molesta que el público observe cada uno de sus movimientos. En vez de sentirse molestos por ello, más bien les gusta la idea de que se conecten cables a su cuerpo para inspeccionar cómo funcionan por dentro. El hecho de examinar a actores nos resolvió asimismo el primer problema: la obtención de muestras de emociones puras. Pudimos aprovechar la experiencia reunida por estos actores durante años en la técnica de Stanislavski, que los vuelve diestros en el recuerdo y reaviva las emociones, técnica que los actores practican a fin de utilizar sus recuerdos sensoriales cuando les toca representar un papel en particular. En nuestro experimento, les pedimos a los actores, mientras estaban los cables conectados y las cámaras enfocando a su rostro, que recordasen y reviviesen, lo más intensamente posible, un momento en que hubieran sentido el mayor enojo de toda su vida; después, el momento de mayor temor, el de mayor tristeza, sorpresa, felicidad y repulsión. Si bien esta técnica ya había sido empleada anteriormente por otros científicos, pensábamos que nosotros teníamos más posibilidades de lograr éxito justamente por utilizar actores profesionales que no se sentían molestos. Además, no dimos por sentado que iban a hacer lo que les pedíamos; verificamos haber obtenido muestras puras y no una mezcla de emociones. Después de cada una de sus remembranzas, les pedimos calificar la intensidad con que habían sentido la emoción requerida, y si habían sentido simultáneamente alguna otra. Los casos en que daban cuenta de haber vivenciado alguna otra emoción casi con igual intensidad que la requerida no fueron incluidos en la muestra.
Este estudio de los actores nos facilitó la puesta a prueba de una segunda técnica para la obtención de muestras de emoción puras, nunca empleada antes. La descubrimos por casualidad años antes, en el curso de otro estudio. A fin de aprender el mecanismo de las expresiones faciales (o sea, cuáles son los músculos que generan tal o cual expresión), mis colegas y yo reprodujimos y filmamos sistemáticamente miles de expresiones, analizando luego de qué manera cambiaba el semblante la combinación de ciertos movimientos musculares. Para nuestra sorpresa, cuando ejecutábamos las acciones musculares vinculadas a una cierta emoción sentíamos de pronto cambios en el cuerpo, debidos a la activación del SNA. No teníamos motivos para suponer que la actividad deliberada de los músculos faciales pudiera provocar cambios involuntarios por obra del SNA, pero lo cierto es que así fue, una y otra vez. Sin embargo, todavía no habíamos averiguado si la actividad del SNA difería para cada conjunto de movimientos de los músculos faciales. En el caso de nuestros actores, les dijimos qué músculos debían mover exactamente; les dimos seis tipos de consignas distintas, una para cada emoción por investigar. Al no sentirse molestos por efectuar esas expresiones a petición nuestra ni por ser observados mientras las realizaban, cumplieron fácilmente con la solicitud. Pero tampoco en este caso confiamos en que hubieran producido muestras puras; filmamos en vídeo sus actuaciones faciales y solamente empleamos aquellas en las que las mediciones de la cinta de vídeo mostraban que, en efecto, habían producido el conjunto de acciones faciales que se les había pedido.
Nuestro experimento proporcionó sólidas pruebas de que la actividad del SNA no es la misma para todas las emociones. Las alteraciones en el ritmo cardíaco, la temperatura de la piel y el sudor (que son las tres únicas variables que medimos) no son iguales. Por ejemplo, tanto cuando los actores reprodujeron los movimientos musculares del enojo como los del temor (y recuérdese que no se les había pedido mostrar esas emociones, sino sólo efectuar las acciones musculares específicas) su ritmo cardíaco aumentó, pero el efecto sobre la temperatura de la piel no fue el mismo en ambos casos: su piel se calentó con el enojo y se enfrió con el temor. Repetimos la experiencia con distintos sujetos y obtuvimos iguales resultados.
En caso de que estos resultados se mantuviesen cuando otros científicos repitan el experimento en sus laboratorios, podrían introducir una variante en lo que el cazador de mentiras trata de averiguar con el polígrafo. En vez de tratar de saber si el sospechoso tiene alguna emoción, podría averiguar cuál midiendo varias acciones dependientes del SNA. Aunque no se contase con el polígrafo, con sólo observar un cazador de mentiras sería capaz de notar cambios en el ritmo respiratorio o bien en el grado de sudor que le facilitasen discernir la acción de emociones bien precisas.
Si bien las palabras están hechas para inventar, a nadie (sea mentiroso o veraz) le resulta fácil describir con ellas las emociones. Sólo un poeta es capaz de transmitir todos los matices que revela una expresión. Manifestar en palabras un sentimiento propio que no existe puede no ser más difícil que manifestar uno real: por lo común, en ninguno de estos dos casos uno será lo bastante elocuente, sutil o convincente. Lo que confiere significado a la descripción verbal de una emoción es la voz, la expresión facial, el cuerpo. Sospecho que casi todo el mundo puede simular con la voz enojo, miedo, desazón, felicidad, repulsa o sorpresa lo bastante bien como para engañar a los demás. Ocultar los cambios que sobrevienen en el sonido de la voz cuando se siente estas emociones es arduo, pero no lo es tanto inventarlos. Es probable que la voz sea la que engañe a la mayoría de la gente.
Algunas de las alteraciones provocadas por el SNA son fácilmente falseables. Cuesta ocultar los signos emocionales presentes en la respiración o en el acto de tragar saliva, mientras que falsear esos mismos signos no exige un adiestramiento especial: basta respirar más agitadamente o tragar saliva más a menudo. El sudor es otra cuestión: cuesta tanto ocultarlo como falsearlo. Un mentiroso podría recurrir a la respiración y al acto de tragar saliva como medio de transmitir la falsa impresión de estar sintiendo una emoción negativa; sin embargo, mi suposición es que pocos lo hacen.
También se pensaría que un mentiroso podría aumentar el número de sus manipulaciones para parecer incómodo o molesto, pero es probable que la mayoría de los mentirosos no se acuerden de esto. Precisamente la ausencia de estas manipulaciones, fácilmente ejecutables, puede traicionar la mentira que se esconde en la afirmación —convincente en todos los demás aspectos— de que uno siente miedo o congoja.
Podrían fingirse ilustraciones (aunque posiblemente sin mucho éxito) para crear la impresión de un interés y entusiasmo inexistentes por lo que dice otro. Artículos periodísticos comentaron que tanto el ex presidente norteamericano Nixon como el ex presidente Ford recibieron instrucción especial a fin de aumentar su uso de ilustraciones; pero viéndolos actuar en televisión, pensé que ese aprendizaje los había llevado a parecer a menudo falsos. No es sencillo soltar una ilustración en el momento preciso en que la exigen las palabras que se están diciendo; suele adelantarse o retrasarse demasiado, o durar un tiempo excesivo. Es como tratar de aprender a esquiar pensando en cada movimiento sucesivo a medida que se ejecuta: la coordinación resulta deficiente... y eso se nota.
MÁS INDICIOS SOBRE EL ACTO DE MENTIR
He descrito indicios de conducta que pueden autodelatar información ocultada, indicar que el sujeto no ha preparado bien su estrategia o traicionar una emoción que no se ajusta a ésta.
Los deslices verbales, los deslices emblemáticos y las pero ratas enardecidas pueden dejar traslucir información ocultada de cualquier índole: emociones, acontecimientos del pasado, planes o intenciones, fantasías, ideas actuales, etc.
El lenguaje evasivo y los circunloquios, las pausas, las repeticiones de palabras o fragmentos de palabras y otros errores cometido al hablar, así como la disminución en la cantidad de ilustraciones, pueden señalar que el hablante no pone mucho cuidado en lo que dice, por no haberse preparado de antemano. Son signos de la presencia de alguna emoción negativa. Las ilustraciones menguan también con el aburrimiento.
El tono más agudo de la voz, así como el mayor volumen y velocidad del habla, acompañan al temor, la rabia y quizás a la excitación o entusiasmo. Se producen las alteraciones opuestas con la triste a y tal vez con el sentimiento de culpa.
Los cambios notorios en la respiración o el sudor, el hecho de tragarse con frecuencia o de tener la boca muy seca, son signos de emociones intensas, y es posible que en el futuro se pueda averiguar, a partir de la pauta correspondiente a estas alteraciones, a qué emoción pertenecen.
El rostro puede constituir una fuente de información valiosa para el cazador de mentiras, porque es capaz de mentir y decir la verdad, y a menudo hace ambas cosas al mismo tiempo. El rostro suele contener un doble mensaje: por un lado, lo que el mentiroso quiere mostrar; por el otro, lo que quiere ocultar. Ciertas expresiones faciales están al servicio de la mentira, proporcionando información que no es veraz, pero otras la traicionan porque tienen aspecto de falsas y los sentimientos se filtran pese al deseo de ocultarlos. En un momento dado, habrá una expresión falsa pero convincente, que al momento siguiente será sucedida por expresiones ocultadas que se autodelatan. Hasta es posible que lo genuino y lo falso aparezcan, en distintas partes del rostro, dentro de una expresión combinada única. Creo que el motivo de que la mayoría de la gente sea incapaz de detectar mentiras en el rostro de los demás se debe a que no sabe cómo discriminar lo genuino de lo falso.
Las expresiones auténticamente sentidas de una emoción tienen lugar a raíz de que las acciones faciales pueden producirse de forma involuntaria, sin pensarlo ni proponérselo; las falsas, a raíz de que existe un control voluntario del semblante que le permite a la gente coartar lo auténtico y presumir lo falso. La cara es un sistema dual en el que aparecen expresiones elegidas deliberadamente y otras que surgen de forma espontánea, a veces sin que la persona se dé cuenta siquiera. Entre lo voluntario y lo involuntario hay un territorio intermedio ocupado por expresiones aprendidas en el pasado pero que han llegado a operar automáticamente, sin ser elegidas cada vez o incluso a pesar de cualquier elección, y en el caso típico sin que se tenga conciencia de ello. Ejemplos de esto son los manierismos faciales y los hábitos inveterados que indican cómo manejar ciertas facciones (por ejemplo, los hábitos que impiden mostrar enojo delante de las figuras de autoridad). Aquí me interesan, sin embargo, las expresiones falsas voluntarias y deliberadas, que se muestran como parte de un esfuerzo por desorientar al otro, y las expresiones emocionales espontáneas e involuntarias que de vez en cuando delatan los sentimientos del mentiroso pese a su afán de ocultarlas.
Pero, como he dicho, el rostro no es puramente un sistema de señales emocionales involuntarias. Ya en los primeros años de vida los niños aprenden a controlar alguna de sus expresiones faciales, ocultando así sus verdaderos sentimientos y fingiendo otros falsos. Los padres se lo enseñan con el ejemplo y, más directamente, con frases del tipo de: “No pongas esa cara de enfadado”; “¿No sonríes a tu tía que te ha traído un regalo?”; “¿qué te pasa que tienes esa cara de aburrimiento?”. 
A medida que crecen, las personas aprenden tan bien las reglas de exhibición que éstas se convierten en hábitos muy arraigados. Después de un tiempo, muchas de esas reglas destinadas al control de la expresión emocional llegan a operar de manera automática, modulando las expresiones sin necesidad de elegirlas o incluso sin percatarse de ellas. Aunque un individuo sea consciente de sus reglas de exhibición, no siempre le es posible —y por cierto nunca le es fácil— detener su funcionamiento. Una vez que se implanta un hábito, y opera automáticamente sin necesidad de tomar conciencia de él, es muy difícil anularlo. Creo que posiblemente los hábitos que más cuesta desarraigar son los vinculados al control de las emociones, o sea, las reglas de exhibición.
Son estas reglas, algunas de las cuales varían de una cultura a otra, las que provocan en los viajeros la impresión de que las expresiones faciales no son universales. He notado que los japoneses, al serles proyectadas películas cinematográficas que les despertaban diversas emociones, no las expresaban de manera distinta a los norteamericanos si estaban a solas; en cambio, si había otra persona presente mientras veían la película (y en particular si era una persona dotada de autoridad), se atenían, en medida mucho mayor que los norteamericanos, a reglas de exhibición que los llevaban a enmascarar toda expresión de emociones negativas con una sonrisa diplomática.
Además de estos mecanismos de control habitual automático de las expresiones faciales, las personas pueden elegir de forma deliberada y a conciencia (y a menudo lo hacen) censurar la expresión de sus sentimientos auténticos o falsear la de una emoción que no sienten. La mayoría tiene éxito en algunos de sus engaños faciales. Todos podemos recordar, sin duda, alguna vez que nos desorientó completamente la expresión de alguien, aunque también casi todos hemos tenido la experiencia opuesta, a saber, la de darnos cuenta de que lo que estaba diciendo alguien era falso tan sólo por la mirada que tenía en ese momento. ¿Qué pareja no recordará un caso en que uno de ellos vio en la cara del otro una emoción (por lo general, ira o temor) de la que el otro no tenía conciencia, y aun negaba sentir? La mayoría de la gente se cree capaz de detectar las expresiones falsas; nuestra investigación ha demostrado que la mayoría no lo es.
Hay miles de expresiones faciales diferentes. Muchas no tienen relación con ninguna emoción. Un gran número de ellas son, como señales de la conversación; al igual que las ilustraciones mediante movimientos corporales, estas señales sirven para destacar ciertos aspectos del discurso o incluso como signos sintácticos (por ejemplo, como signos de interrogación o de exclamación faciales). También existen algunos emblemas faciales: el guiño, las cejas alzadas —párpado superior fláccido— labios cerrados en forma de U invertida como señal de ignorancia equivalente a encogerse de hombros, el escepticismo evidenciado en una sola ceja alzada... para nombrar sólo unos pocos. También existen manipulaciones faciales: morderse el labio, o chupárselo, o secárselo con la punta de la lengua, inflar los carrillos Están, en fin, las expresiones emocionales propiamente dichas, verdaderas y falsas.
No hay una expresión única para cada emoción sino decenas de expresiones, y en algunos casos centenares. Cada emoción cuenta con una familia de expresiones visiblemente distintas una de otra. Y esto no debe sorprender: a cada una no le corresponde un solo sentimiento o experiencia, sino toda una familia. Considérese el caso de la familia de las experiencias de ira; ésta puede variar en los siguientes aspectos
intensidad, desde el fastidio hasta la furia;
grado de control, desde la ira explosiva hasta el enfado;
tiempo de arranque, desde la irascibilidad de quienes pierden la calma en un instante, hasta los que arden a fuego lento;
tiempo de descarga, desde la descarga inmediata hasta la descarga prolongada;
temperatura, de caliente a fría;
autenticidad, desde la cólera real hasta el enojo fingido que muestra un padre arrobado ante las encantadoras travesuras de su hijo.
La familia de la ira crecería más aún si se incluyesen las fusiones entre ella y otras emociones —por ejemplo, la ira gozosa, la culpable, la puritana, la desdeñosa—.
Las microexpresiones son expresiones emocionales que abarcan todo el rostro y duran apenas una fracción de lo que duraría la misma expresión en condiciones normales, como si se la hubiese comprimido en el tiempo; son tan veloces que por lo general no se las ve.
Tanto las microexpresiones como las expresiones abortadas están sujetas a los dos inconvenientes que dificultan la interpretación de la mayoría de los indicios del engaño. Recordemos, de la sección anterior, el riesgo de Brokaw, en el cual el cazador de mentiras no tiene en cuenta las diferencias individuales en la expresión emocional. Dado que no todos los que ocultan emociones van a presentar una microexpresión o una expresión abortada, su ausencia no es indicio de verdad. Hay diferencias individuales en el control de la expresión, y algunos individuos —los que he llamado “mentirosos naturales”— la dominan a la perfección. El segundo inconveniente es el que he llamado el error de Otelo: no advertir que ciertas personas veraces se ponen nerviosas o emotivas cuando alguien sospecha que mienten. Para evitarlo, el cazador de mentiras debe entender que aunque alguien manifieste una microexpresión o una expresión abortada, ello no basta para asegurar que miente. Casi cualquiera de las emociones delatadas por éstas puede sentirlas también un inocente que no quiere que se sepa que tiene dichos sentimientos. Una persona inocente tal vez tenga miedo de que no le crean, o sienta culpa por alguna otra cosa, o enojo o fuerte disgusto por una acusación injusta, o le encante la posibilidad que se le ofrece de demostrar que su acusador está equivocado o esté sorprendida por los cargos que se le hacen, etc. Si esta persona desea ocultar uno de estos sentimientos, podría producirse una microexpresión o una expresión abortada. En el próximo capítulo nos ocuparemos de estos problemas de interpretación de las “micros” y de las expresiones abortadas.
Sentimos tanto rechazo hacia las mentiras que parecería un error de mi parte llamar “mentiroso” a una persona respetable; pero como ya expliqué, no utilizo este término con sentido peyorativo, y como explicaré más adelante, creo que algunos mentirosos tienen la razón moral de su parte.
En ocasiones, con gente que no era capaz de representar los movimientos solicitados, yo les pedía que utilizasen la técnica de Stanislavski, reviviendo sentimientos tristes o de temor; a menudo aparecían entonces esas acciones faciales que no lograban realizar cuando se lo proponían. También un mentiroso puede conocer y emplear la técnica de Stanislavski, cuyo caso no habría signos de una ejecución falsa, ya que en cierto sentido no lo sería. En la emoción falsa del mentiroso aparecerían movilizados los músculos faciales fidedignos porque, en efecto, él estaría experimentando de hecho tal emoción. Cuando los sentimientos se recrean merced a la técnica de Stanislavski, la línea demarcatoria entre lo falso y lo verdadero se desdibuja. Peor aún es el caso del mentiroso que logra engañarse a sí mismo llegando a pensar que su mentira es verdad. Estos mentirosos son indetectables. Sólo es posible atrapar a los mentirosos que, cuando mienten, saben que mienten.
Hasta ahora he descrito tres modos en que pueden autodelatarse los sentimientos ocultos: las microexpresiones; lo que puede verse antes de un movimiento abortado; y lo que queda presente en el rostro después de haber fracasado en el esfuerzo por inhibir la acción de los músculos faciales fidedignos. Mucha gente cree en una cuarta fuente transmisora de sentimientos ocultos: los ojos. Se dicen que son “el espejo del alma” y que pueden revelar los sentimientos genuinos más íntimos. La antropóloga Margaret Mead citó a un profesor soviético que discrepaba con esta opinión general: “Antes de la revolución solíamos decir que los ojos eran el espejo del alma. Pero ellos pueden mentir... ¡y cómo! Con los ojos usted puede expresar la más devota atención sin que, en realidad, esté prestando ninguna. Puede expresar serenidad o sorpresa”. Esta divergencia en cuanto a la fidelidad de los ojos puede resolverse discriminando cinco fuentes de información en ellos. Sólo tres de las cuales, como veremos, suministran autodelaciones o indicios del engaño.
En primer lugar están las variaciones en el aspecto que presenta el ojo producidas por los músculos que rodean el globo ocular. Estos músculos modifican la forma de los párpados, la cantidad del blanco del ojo y del iris que se ve, y la impresión general que se obtiene al mirar la zona de los ojos. pero como ya dijimos, la acción de estos músculos no ofrece indicios fidedignos del engaño, ya que es relativamente sencillo mover los de forma voluntaria e inhibir su acción. No es mucho lo que se delatará, salvo como parte de una microexpresión o de una expresión abortada.
La segunda fuente de información ocular es la dirección de la mirada. La mirada se aparta en una serie de emociones: baja con la tristeza, baja o mira a lo lejos con la vergüenza o la culpa, y mira a lo lejos con la repulsión. No obstante, es probable que un mentiroso, por culpable que se sienta, no aparte la vista demasiado, ya que los mentirosos saben perfectamente que todo el mundo confía en detectarlos de esta manera. El profesor soviético citado por Margaret Mead comentaba lo sencillo que es controlar la dirección de la propia mirada. Sorprendentemente, la gente sigue siendo engañada por mentirosos lo bastante hábiles como para no desviar la vista: “Una de las cosas que llevaron a Patricia Gardner a sentirse atraída por Giovanni Vigliotto, el hombre que llegó a casarse tal vez con un centenar de mujeres, fue ese ‘rasgo de sinceridad’ consistente en mirarla directamente a los ojos, según declaró ella ayer en su testimonio [en el proceso que le inició a Vigliotto por bigamia]”.
La tercera, cuarta y quinta fuentes de información de la zona de los ojos son más prometedoras como signos de autodelación o indicios del engaño. El parpadeo puede ser voluntario, pero también se produce como una reacción involuntaria, que aumenta cuando el sujeto siente una emoción. Asimismo, en un individuo emocionado se dilatan las pupilas, aunque no existe una vía que permita optar por esta variante voluntariamente. La dilatación de la pupila es producida por el sistema nervioso autónomo, el mismo que da lugar a las alteraciones en la salivación, la respiración y el sudor ya mencionadas, así como a otros cambios faciales que se mencionarán luego. Si bien un parpadeo más intenso y la dilatación de las pupilas indican que el individuo está movido emocionalmente, no revelan de qué emoción se trata. Pueden ser signos de excitación entusiasta, rabia o temor. Sólo son autodelatores válidos cuando la manifestación de una emoción cualquiera trasluciría que alguien miente, y el cazador de mentiras puede desechar la posibilidad de estar ante el temor de un inocente a ser juzgado erróneamente.
Las lágrimas, que son la quinta y última fuente de información de la zona ocular, también son producidas por el sistema nervioso autónomo; pero ellas sólo son signos de algunas emociones, no de todas. Se presentan cuando hay tristeza, desazón, alivio, ciertas formas de goce y risa incontrolada.
Pueden delatar tristeza o desazón si los demás signos permanecen ocultos, aunque mi presunción es que en tal caso también las cejas mostrarían la emoción y el individuo, una vez que le aflorasen las lágrimas, rápidamente reconocería cuál es el sentimiento que está ocultando. Las lágrimas de risa no se filtrarán si la risa misma ha sido sofocada.
El SNA provoca otros cambios visibles en el rostro: el rubor, el empalidecimiento y el sudor, todos los cuales son difíciles de ocultar, como sucede con los demás cambios corporales y faciales que provienen del SNA. No se sabe con certeza si el sudor, lo mismo que el aumento del parpadeo y la dilatación de las pupilas, es un signo de que se ha despertado una emoción cual quiera, o en lugar de ello es específico de una o dos emociones,
Sobre el rubor y el empalidecimiento poco y nada se sabe. Se supone que el rubor es un signo de turbación o de embarazo, que también se presenta cuando hay vergüenza y quizá culpa. Se dice que es más corriente en las mujeres que en los hombres, aunque se ignora por qué. El rubor podría delatar que el mentiroso se siente turbado o avergonzado por lo que oculta, o podría ocurrir que ocultase la turbación misma. El rostro también se pone rojo de rabia, y nadie sabría distinguir este enrojecimiento del rubor propiamente dicho; presumible- mente, ambos implican la dilatación de los vasos sanguíneos periféricos de la piel, pero el enrojecimiento de la ira y el rubor de la cohibición o la vergüenza podrían ser distintos ya sea en intensidad, zonas del rostro afectadas o duración. Mi presunción es que la cara enrojece de ira sólo cuando ésta ha quedado fuera de control, o cuando el sujeto trata de controlar una rabia que está a punto de explotar. En tal caso, habitualmente habrá en el rostro o la voz otras pruebas de la ira, y el cazador de mentiras no tendrá que confiar en la coloración de la cara para discernir esta emoción. Si la ira está más controlada, el rostro puede empalidecer o ponerse blanco, como también ocurre cuando se siente miedo. El empalidecimiento puede aparecer incluso cuando la mímica de esta emoción ha sido perfectamente disimulada. Curiosamente, muy poco se han estudiado las lágrimas, el rubor, el enrojecimiento o el empalidecimiento respecto de la expresión u ocultamiento de determinadas emociones.
Fundación Educativa Héctor A. García